Sobre las implicaciones que la inteligencia artificial va a tener (y está teniendo ya) se ha versado mucho, quizás demasiado para el estado de madurez actual de esta tecnología. Estamos hartos de debatir sobre si eliminará o reemplazará empleos, sobre cómo afectará al modelo educativo, su efecto sobre el medioambiente, sobre sus derivadas económicas y de productividad... Hay mil asuntos a tratar, y en todos ellos hay opiniones encontradas, comentarios sesudos y apelaciones 'de cuñado' que mejor olvidar.
Pero si hay uno que roza el umbral de lo imaginable, ese es el que atañe al papel de la inteligencia artificial respecto al arte o la creatividad. Es obvio que la capa generativa, esa que han popularizado herramientas como ChatGPT o LLaMA, son un elemento indisoluble de este sector, que no se caracteriza precisamente por acoger de buen grado las innovaciones tecnológicas. En nombre de la defensa del arte, de la pureza de los estilos o de los formatos, suele rechazarse por sistema cualquier herramienta nueva pese a que, con el tiempo, acaba incorporándose a su arsenal de pinceles, espátulas o violines.
Ya hemos ido explorando la superficie de lo que la IA nos ofrece en este campo. Hace unos años, Huawei logró completar la 'Sinfonía Inacabada' de Schubert gracias a esta tecnología. También se emplearon técnicas artificiales para mejorar algunas canciones de los Beatles que habían permanecido guardadas en un cajón todos estos años. Y no son pocos los libros -de discutible calidad, su mayoría- que proliferan en Amazon y cuyo autor real no es más que un sencillo prompt de ChatGPT.
El debate, empero, va más allá de estas anécdotas o de autoproclamados artistas o escritores que se aprovechan del momento de impasse que vivimos en esta revolución tecnológica. Poniéndonos filosóficos, la conversación debería girar sobre la naturaleza misma del arte, sobre qué es lo que define a una obra como tal y hasta qué punto la IA puede cubrir o no los requisitos para ser considerada como una artista.
Marcel Duchamp y los dadaístas ya pusieron sobre la mesa la pregunta de qué es el arte a principios del siglo XX. Su arriesgada propuesta se convirtió en una referencia de la historia del arte, pero no sirvió para que se produjeran cambios sustanciales en las percepciones del gran público, ni tampoco de la mayoría de sus compañeros de profesión. Ahora la inteligencia artificial nos devuelve la pertinencia de esta cuestión, con el componente distópico de entender o no a una máquina como capaz de realizar algunas de las funciones más profundas del ser humano.
"El arte es comunicación, es emoción, y si un algoritmo aprende, se adapta y responde a los estímulos, ¿quién dice que no pueda crear algo que nos conmueva?", se pregunta David Cierco en su libro Arcintis y el enigma de la inteligencia artificial, antes de responderse con las dos posibles derivadas: "El arte es más que técnica y patrones. Se trata de experiencias vividas, la biografía detrás del artista. ¿Cómo puede una máquina replicar eso?" y su inmediata contestación: "Una IA no tiene experiencias de vida, pero puede asimilar los recuerdos y sentimientos de otro y crear algo nuevo a partir de ellos. No se trata de imitación, sino de una nueva forma de arte".
El asunto está sobre la mesa, y sería osado para este humilde escribano impartir cátedra al respecto. Además, en la medida que consideremos el oficio de periodista como una forma particular de arte, soy parte implicada con sus propios prejuicios y sesgos de inicio. Pero, si me permiten, suscribo como mía otra de las reflexiones de ese libro: "La inteligencia artificial puede ser una herramienta increíblemente poderosa, capaz de realizar proezas que antes eran impensables. Sin embargo, esa chispa que lo hace verdaderamente original siempre proviene del artista".