Cerramos 2025 con una paradoja inquietante. Raras veces en la historia reciente habíamos acumulado tanto conocimiento, tanta capacidad técnica y tanta potencia de transformación y, sin embargo, el mundo parece más desorientado, más tenso y más frágil que hace apenas unas décadas. Guerras abiertas, polarización extrema, desconfianza institucional, fatiga emocional y una sensación difusa de vacío atraviesan sociedades muy distintas entre sí. No es solo una crisis económica, política o tecnológica. Es, sobre todo, una crisis de orientación.
Cada vez que la historia entra en fases de aceleración extrema reaparece la misma pregunta, formulada de mil maneras distintas. ¿Por qué estamos aquí?, ¿para qué vivimos?, ¿qué merece de verdad nuestro tiempo y nuestra energía? No es una pregunta nueva ni exclusiva de una cultura. Es una constante humana que emerge cuando los mapas dejan de ser fiables.
En la tradición clásica mediterránea, Aristóteles habló del telos, la idea de que la vida tiende a un fin y de que una vida buena no es la más eficiente, sino la más coherente. Marco Aurelio, escribiendo desde el centro del poder imperial, insistió en algo radicalmente actual. Incluso en un mundo hostil, cada persona conserva la responsabilidad de gobernarse a sí misma. En la tradición china, Confucio entendió el sentido como armonía social, deber y cuidado del vínculo. Lao Tse propuso una idea incómoda para nuestra época, vivir alineados con la realidad, sin forzarla, aceptando límites y ritmos.
En muchas culturas indígenas y ancestrales, el sentido nunca fue un proyecto individual de éxito, sino pertenencia, a una comunidad, a una tierra, a una historia más larga que una sola vida. Respuestas distintas, una intuición compartida. Cuando la vida pierde orientación, se vuelve peligrosa.
Porque el vacío no permanece vacío. Cuando el sentido se debilita, algo ocupa su lugar, y muy a menudo ese algo es el poder. El siglo XX lo mostró con una crudeza difícil de exagerar. Sistemas eficientes puestos al servicio de ideologías cerradas, burocracias sin responsabilidad y obediencias sin pensamiento. Hannah Arendt advirtió del riesgo de dejar de pensar, de renunciar al juicio, cuando la maquinaria social y política empuja en dirección contraria.
La psicología social ha mostrado en numerosos estudios que no hacen falta personas especialmente crueles para producir crueldad. A veces basta con contextos deshumanizados y dinámicas que diluyen la responsabilidad individual. Y la filosofía ha señalado que, cuando los valores se disuelven, la voluntad de poder ocupa el espacio. Friedrich Nietzsche lo intuyó con lucidez. El nihilismo no es solo la negación de valores. También es el terreno fértil para que otros los impongan.
Entramos en el siglo XXI con una nueva promesa. La tecnología nos haría más racionales, más objetivos, más eficientes. Hoy sabemos que esa promesa era incompleta. La inteligencia artificial no crea el vacío de sentido, pero puede amplificarlo cuando acelera, automatiza y escala procesos y decisiones humanas.
La pregunta ya no es solo si la tecnología es peligrosa. Es qué ocurre cuando se amplifica una humanidad desorientada.
Los datos contemporáneos apuntan en esa dirección. En un análisis publicado a finales de 2025 por Harvard Business Review, basado en el seguimiento de los cien principales usos reales de la IA generativa, se observa un desplazamiento significativo. Los usos que ocupan las primeras posiciones ya no son técnicos, sino existenciales, como organizar la vida, encontrar propósito o sentirse acompañado.
El propio análisis describe este cambio como un movimiento hacia aplicaciones más emocionales y de autoorientación. No acudimos a la tecnología solo para calcular mejor, sino también para orientarnos mejor. La IA se ha convertido, sin pretenderlo, en un espejo de nuestra búsqueda de sentido.
La ciencia lleva tiempo advirtiéndolo desde otros ángulos. Herbert Simon desmontó el mito del decisor perfectamente racional. Solemos decidir con información limitada y bajo presión, dentro de una racionalidad acotada. Antonio Damasio mostró que la emoción no es el enemigo de la razón, sino una condición necesaria para decidir.
Y Gerd Gigerenzer defendió que la intuición experta no es impulsividad, sino una heurística adaptativa entrenada con experiencia. Ninguna de estas capacidades puede delegarse por completo en una máquina. La IA puede calcular; no puede decirnos qué merece la pena.
Conviene aclararlo. Hablar de sentido no es hablar de ingenuidad ni de buenismo. El sentido no elimina el conflicto ni garantiza decisiones fáciles. Al contrario. En contextos complejos, decidir con sentido suele ser más incómodo que limitarse a optimizar métricas. La investigación sobre liderazgo y decisión en entornos extremos apunta a lo mismo. El sentido no suaviza la dureza del mundo, pero evita que nos volvamos inhumanos al gestionarla.
Llegados aquí, la pregunta se desplaza hacia uno de los espacios donde hoy se concentra más poder real sobre la vida cotidiana, las organizaciones. Desde el taylorismo, la empresa se diseñó como una máquina orientada a la eficiencia. Durante décadas, ese modelo produjo crecimiento y bienestar material. Pero también generó una separación peligrosa. El trabajo como medio, el ser humano como recurso y el sentido como asunto privado.
Hoy, las empresas influyen en cómo vivimos mucho más allá del salario. Determinan ritmos, hábitos, identidades, relaciones y expectativas vitales. Y lo hacen tanto si lo reconocen como si no. Como señaló Peter Drucker, la empresa no es solo un mecanismo económico. También es una institución social. Amartya Sen recordó que el desarrollo auténtico consiste en ampliar capacidades humanas, no solo ingresos. Y Mary Parker Follett defendió un liderazgo integrador, basado en responsabilidad compartida, no en dominación.
Esto exige una precisión importante. No todo el mundo quiere ser líder, ni escalar, ni convertir su trabajo en identidad total. Una sociedad sana necesita reconocer que trabajar para vivir es tan legítimo como vivir para trabajar.
El problema no surge cuando alguien no aspira a liderar, sino cuando el sistema penaliza esa elección o la convierte en irrelevancia. Las organizaciones no solo producen resultados. Producen formas de estar en el mundo.
Desde esta perspectiva, algunas instituciones educativas y empresariales llevan años defendiendo un enfoque distinto. Un management humanista que reconoce la complejidad del mundo, la dignidad de las personas y la responsabilidad intergeneracional. No se trata de oponer humanidad y resultados, sino de comprender que sin humanidad, los resultados se vacían de sentido.
Y aquí aparecen dos consecuencias con las que merece la pena mirar a 2026.
La primera es personal. 2026 puede ser un acto de orientación individual. No una lista de propósitos ni una carrera por hacer más, sino una elección consciente. ¿Qué merece de verdad mi tiempo? ¿Dónde vivo en piloto automático? ¿Qué decisiones sigo posponiendo? ¿Qué tipo de persona estoy siendo mientras "todo funciona"? Quizá el gesto más radical no sea acelerar, sino decidir mejor.
La segunda es organizacional. Las empresas, quieran o no, son espacios morales, no porque prescriban valores, sino porque su diseño premia unas conductas y penaliza otras. Cada decisión estratégica dice algo sobre qué tipo de ser humano es funcional dentro de ellas.
Los directivos no solo gestionan recursos. Custodian impactos. Y esa responsabilidad no exige heroicidad, sino consciencia. Diseñar sistemas que no premien la deshumanización, que respeten la vida fuera del trabajo y que midan el éxito también por lo que preservan.
No sabemos qué mundo tendremos dentro de diez años. Pero sí podemos decidir cómo atravesamos el presente. Personas más conscientes dentro de organizaciones más responsables no resolverán todos los problemas, pero evitarán algunos de los peores. Quizá 2026 no nos pida más poder, ni más velocidad, ni más tecnología.
Quizá nos pida algo más difícil. Volver a hacernos, juntos, la pregunta correcta. Y sostenerla abierta el tiempo suficiente como para que oriente nuestras decisiones, grandes o pequeñas, profesionales o vitales.
***Paco Bree es profesor de Deusto Business School, Advantere School of Management y asesor de Innsomnia Business Accelerator.