Estamos viviendo como las máquinas nos hacen reflexionar sobre creatividad. Una reconfiguración, como si estuviéramos pasando de una pintura al óleo a un lienzo digital en movimiento constante. Las herramientas que utilizamos para crear ya no son meramente extensiones de nuestras manos: son entidades que aprenden, predicen, se inspiran y, en ocasiones, nos sorprenden.
La inteligencia artificial ya no es una promesa de futuro; es una compañera de estudio, una socia silenciosa que cuestiona lo que creíamos exclusivamente humano: la chispa de la creación. La creatividad no ha muerto, se ha aumentado.
En este contexto, el informe recientemente publicado por la Oficina de Propiedad Intelectual de la Unión Europea (EUIPO) se presenta como un espejo ante el cual debemos observarnos con atención. Este informe aborda cómo la IA está impactando el ecosistema del copyright. Ya no hablamos solo de proteger partituras, guiones o ilustraciones; hablamos de algoritmos que generan música que conmueve, poemas que emocionan y cuadros que inquietan.
El informe, elaborado tras una profunda consulta con expertos, tecnólogos, juristas y creadores, plantea una pregunta incómoda, pero urgente: ¿quién es el autor cuando una IA crea? ¿El programador? ¿El usuario? ¿La máquina? La respuesta, por ahora, es una zona gris que combina derecho, ética y una pizca de filosofía.
Por eso, es bueno adoptar un tono sereno, pero firme: necesitamos marcos legales actualizados que reconozcan el papel de la inteligencia artificial en la creación sin desproteger a los humanos que la alimentan. La idea no es sustituir al autor, sino comprender que el autor, en este nuevo siglo, puede ser aumentado.
Este concepto de “derechos de autor aumentados” podría ser el eje del debate. No se trata de otorgar personalidad jurídica a una IA, ni de negar la intervención humana, sino de construir un nuevo marco de trabajo ético y seguro en torno a la creatividad.
Uno donde el mérito se reparta con justicia y donde la innovación no se penalice con rigidez jurídica. Porque si el derecho de autor fue concebido para incentivar la creación, ahora debe adaptarse a los nuevos instrumentos con los que se crea.
En palabras sencillas: el pincel ha cambiado, pero la mano que lo guía, aunque asistida por datos y modelos generativos, sigue teniendo intención, deseo y visión. Y eso merece protección.
El informe también apunta a la necesidad de transparencia en los modelos generativos: saber de dónde provienen los datos con los que se entrena una IA, qué contenidos se utilizaron, y si esos contenidos estaban o no protegidos. Si queremos un ecosistema creativo sostenible, debemos construirlo sobre una base ética sólida. Sin eso, corremos el riesgo de erosionar la confianza que sostiene toda comunidad cultural.
Como decimos en innovación, no se trata de detener el progreso, sino de dotarlo de finalidad y, añadiría, ética y humanidad. Así, los derechos de autor aumentados son más que una categoría legal emergente, son una oportunidad para redibujar los límites de la creatividad en la era digital. Para repensar el valor del arte, el rol del autor y el sentido del talento en un mundo donde la inspiración puede surgir también del código.
No temamos a esta nueva era. Abracémosla con criterio, con ética y con coraje, y si la creatividad puede ser aumentada, los derechos también. Porque si algo nos hace humanos, es precisamente la capacidad de imaginar futuros. Incluso aquellos que compartimos con las máquinas