El dato es tan revelador, que conviene ponerlo en contexto. De los 1200 científicos estadounidenses que respondieron recientemente a una encuesta de la revista Nature, el 75 % afirmó estar considerando abandonar el país. Países como Francia, China y los Países Bajos (también determinados centros de altísimo nivel en España) los están cortejando. Y quienes ya están en el extranjero consideran quedarse. También aquí.
El desafío es de tal magnitud, estimados seguidores del Nanoclub de Levi, y estamos tan expuestos en Europa a que pudiera suceder algo parecido, dado el entusiasmo con que algunos partidos degluten las políticas de Donald Trump, que volvemos a poner el foco en las consecuencias que están teniendo sus caóticas, cuando no infantiles o irracionales, decisiones, para la ciencia norteamericana.
La rotundidad no es, en este caso, exageración. EEUU corre el riesgo de perder una generación de científicos. Ante los drásticos recortes a la financiación federal para la investigación por parte de la administración Trump, se están eliminando oportunidades laborales para jóvenes científicos, eliminando puestos posdoctorales y cancelando becas, mientras los laboratorios luchan por financiar a nuevos investigadores.
Con la paralización de innumerables proyectos científicos, los investigadores que más sufrirán serán aquellos que apenas comienzan sus carreras. Los diarios y las televisiones norteamericanas recogen cada día innumerables testimonios de estudiantes de postgrado, la mayoría con menos de 30 años, que han sentido ya la amenaza a las becas con que están tratando de proseguir sus carreras.
La mayoría de los científicos estadounidenses comprendían que era improbable que un segundo mandato de Trump fuera favorable a los de su clase, pero pocos anticiparon una destrucción tan rápida. Los Institutos Nacionales de Salud (NIH, los mayores financiadores públicos de la investigación biomédica y del comportamiento del mundo) han anunciado que recortarán la financiación a las universidades por gastos generales o indirectos, que a menudo cubren las necesidades operativas de los laboratorios.
Aunque los desafíos legales han paralizado la aplicación de la ley, el dinero de las subvenciones federales sigue retenido en muchos casos. El llamado equipo del Departamento de Eficiencia Gubernamental de Elon Musk, recién dimitido al entender que no se recortaba lo suficiente, también ha vuelto su hacha contra los NIH. La agencia ha perdido casi una cuarta parte de sus 18.000 empleados debido a los recortes de empleos, las compras y la elección de algunos empleados de la jubilación anticipada.
Muchas becas de investigación supervisadas por la Fundación Nacional de Ciencias, el Departamento de Agricultura, el Departamento de Energía, el Departamento de Asuntos de Veteranos y otras agencias se han congelado o cancelado. Y, para que lo entiendan, cuando desaparecen los fondos federales para la investigación científica, desaparecen también los laboratorios universitarios, de los que dependen los jóvenes científicos como trampolines de formación y experiencia esenciales que posteriormente pueden aplicar en sus propios proyectos. Sucedería igual en cualquier país de nuestro entorno.
Estas acciones podrían significar el fin de Estados Unidos como la fuerza más poderosa de innovación en ciencia, salud y tecnología del siglo XXI. Competidores como China podrán usurpar esa posición, y otros países ya están realizando esfuerzos concertados para reclutar científicos estadounidenses.
Muchos investigadores jóvenes afirman tener que elegir entre quedarse en su país o dedicarse a la ciencia. Lo sorprendente es que algún gobierno pueda dar por sentado que el progreso científico seguirá en medicina, inteligencia artificial, energía y otros campos sin inversión pública. Si las mentes más jóvenes y brillantes no tienen la seguridad de que los poderes públicos apoyarán su trabajo —y de que la investigación científica estará protegida de la interferencia política—, acaban desistiendo.
La ciencia estadounidense ha sido un referente para los aspirantes a investigadores desde el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la rivalidad con la Unión Soviética impulsó a Estados Unidos a realizar enormes inversiones en investigación científica y tecnológica y a reclutar a los pensadores más brillantes del extranjero. Los científicos veían a EEUU como una especie de laboratorio nacional para desarrollar su trabajo en las mejores condiciones posibles: una notable combinación de presión positiva y competencia que los impulsaba a alcanzar su máximo potencial.
Este grupo de expertos estadounidenses ha dado lugar a más de 400 premios Nobel, más que cualquier otro país del mundo. En 2023, se estimaba que 1,2 millones de personas en todo el mundo tenían un doctorado en ciencias, ingeniería o salud obtenido en una institución estadounidense. Estados Unidos representa el 27 % de la actividad total mundial de investigación y desarrollo (la mayor cantidad entre todos los países), aunque China, con el 22 %, se acerca. Esta cifra sigue estando muy por delante de los siguientes grandes actores: Japón (7 %), Alemania (6 %) y Corea del Sur (4 %).
Gran parte de ese éxito se debe a la disposición del gobierno estadounidense a apoyar el tipo de investigación científica básica que lleva años, incluso generaciones, antes de dar lugar a avances prácticos. Cientos de millones de dólares federales sentaron las bases para avances clave en la tecnología del ARN mensajero antes de la pandemia de COVID-19. Ozempic y otros fármacos GLP-1 se inspiraron en parte en la investigación sobre el veneno del monstruo de Gila, financiada en la década de 1980.
Sin ese trabajo, es posible que no hubiéramos llegado a la aparente revolución en el enorme problema de la pérdida de peso. Hace cincuenta años, menos del 60% de los niños diagnosticados con cáncer pediátrico sobrevivían después de cinco años. Ahora, gracias a los tratamientos financiados y liderados por esa investigación básica, esa tasa de supervivencia es del 85%.
De las conversaciones con jóvenes investigadores españoles, también se concluye que EEUU había sido hasta ahora un destino atractivo para la ciencia debido a su expreso apoyo a la libre investigación: la capacidad de los investigadores de estudiar lo que más les importaba, incluso si no existía un camino directo hacia el éxito y las ganancias. Ese compromiso parece estar desmoronándose.
Debemos lamentar un mundo en el que la ciencia debe defenderse a través de sus productos finales, en lugar de su búsqueda subyacente de la verdad y la belleza. Cuando se impone la eficiencia, se pierden o abandonan carreras actuales y futuras. Las carreras de los jóvenes científicos están inextricablemente ligadas al ciclo de solicitud de subvenciones.
Ya es bastante difícil consolidarse como joven científico. Y más para quienes provienen de entornos desfavorecidos tendrán especial dificultad para desarrollar una carrera científica, ahora que se están eliminando las becas que se les otorgaban.
Los científicos que inician su carrera no pueden simplemente migrar al sector privado. Muchos científicos que trabajan en laboratorios privados comenzaron en el ámbito académico, a menudo financiados con subvenciones públicas. Es muy poco probable que los donantes privados compensen el déficit de financiación causado por los recortes a las subvenciones federales y el sector privado no está diseñado para apoyar completamente la investigación básica que proporciona a los jóvenes científicos la educación y la formación esenciales.
Mucha gente percibe la investigación científica como algo prestigioso: las mentes más brillantes trabajando en condiciones impecables con recursos aparentemente ilimitados. En realidad, es un trabajo agotador impulsado casi por completo por la devoción. Un factor de alta volatilidad que aparece y desaparece de todo sistema público de ciencia cuando sus autoridades dudan. Ha pasado en España. Ahora amenaza con desmoronar la ciencia de los EEUU.