Vivimos en una época en la que hemos normalizado hablar de digitalización, inteligencia artificial, realidad aumentada o redes neuronales. Pero muchas veces, en medio de esa fascinación por la tecnología, olvidamos lo más esencial: que aún hay niños y niñas en nuestro país que no tienen un dispositivo adecuado para conectarse a una clase online, subir los deberes a una plataforma educativa o no saben buscar información en fuentes fiables y veraces.
Si hasta ahora teníamos claro que un sistema educativo justo debía garantizar libros, comedor o transporte, hoy debemos aceptar una realidad: sin acceso y formación digital, no hay igualdad de oportunidades. Y sí, eso también es equidad.
Durante décadas, la equidad educativa se ha medido en función del acceso a elementos básicos como los libros de texto y las Políticas Públicas y medidas compensatorias han intentado asegurar que el contexto socioeconómico de un niño o niña no determinara su posibilidad de aprender. Sin embargo, en pleno siglo XXI, con una sociedad atravesada por la tecnología, la brecha ya no está solo en el acceso al aula, sino también en el acceso al mundo digital. Y esto plantea una pregunta urgente: ¿cómo garantizamos hoy el derecho a una educación justa si no aseguramos el acceso y el uso de recursos digitales?
Desde la pandemia ha quedado más que claro que la tecnología ya no es un complemento educativo, sino un componente estructural del aprendizaje. No solo por el uso de plataformas virtuales o contenidos digitales, sino porque las habilidades que demanda el mundo actual —buscar, evaluar, crear y compartir información digital— son imprescindibles para la vida personal, académica y profesional futura de las nuevas generaciones.
Ya lo advierte la OCDE: las competencias digitales son parte de la alfabetización funcional del siglo XXI. Saber utilizar herramientas tecnológicas, moverse en entornos digitales con seguridad o identificar información fiable son habilidades esenciales para el futuro laboral, personal y ciudadano de cualquier menor. Y, sin embargo, los datos no acompañan: uno de cada cinco estudiantes de entornos vulnerables no tenía ordenador propio en casa para estudiar, según el informe PISA 2018. Un dato anterior a la pandemia, pero que refleja una situación que aún hoy persiste.
Cuando hablamos de equidad digital, no hablamos solo de tener Internet. Hablamos de una situación en la que todo niño o niña debería poder educarse:
1. Dispositivo adecuado: no, un smartphone no es suficiente para estudiar. Y esto es lo que encontramos en la mayoría de las familias de contextos vulnerables.
2. Conexión estable y segura: que permita acceder a contenidos, plataformas y recursos en tiempo real. Efectivamente, según los datos del INE, prácticamente tenemos una total conectividad en todo el territorio español, pero ¿todos los hogares disponen del mismo tipo de red?
3. Entorno físico y emocional que lo permita: un lugar para concentrarse, tiempo para hacerlo, y adultos que acompañen el proceso.
Como sociedad, no podemos permitirnos que haya estudiantes desconectados, literal y metafóricamente, del sistema educativo por una cuestión tecnológica. Porque por mucho que haya voces que afirmen que hay demasiados menores que disponen de tecnología en sus manos, si sus familias no tienen la capacidad de educarlos, acompañarlos o supervisarlos, es obligación y responsabilidad de la escuela adquirir este papel.
El papel de los centros educativos es hoy más estratégico que nunca. Deben convertirse en espacios de acceso y formación digital, también para las familias, especialmente en contextos de vulnerabilidad.
Esto implica una inversión decidida en infraestructuras, formación docente y herramientas accesibles. Pero también un cambio cultural: la tecnología en la escuela no es un fin en sí mismo, sino una herramienta para democratizar el aprendizaje. Y es clave que esa tecnología sea inclusiva, segura, crítica. No basta con saber usar un buscador: hay que saber para qué, cómo y con qué criterio.
Hay que decirlo claramente: la verdadera brecha digital no es solo de acceso, sino de uso. Hay alumnos con acceso a tecnología que no saben identificar una fuente fiable, proteger sus datos o crear contenido con sentido. Y eso también es parte de la desigualdad.
Por eso, la alfabetización digital crítica debe estar en el centro del currículo, y debe empezar desde las etapas más tempranas. Porque cuanto antes enseñemos a nuestros hijos e hijas a convivir con la tecnología —y no solo a consumirla—, más preparados estarán para enfrentar el mundo.
Las familias, por supuesto, siguen teniendo un papel esencial. Pero no podemos pedirles que lo hagan solas. Muchas necesitan apoyo, guía y acompañamiento para educar en entornos digitales que no conocen, que les abruman o que no pueden controlar.
Aquí la escuela y los docentes deben ser aliados. Y la administración, facilitadora. Porque educar en digital no es solo poner límites de tiempo de pantalla, sino enseñar a usar la tecnología con sentido, seguridad y criterio.
Si de verdad creemos en una educación transformadora, es hora de ampliar el foco. La equidad educativa del siglo XXI exige hablar de dispositivos, conectividad, alfabetización mediática, pensamiento crítico y bienestar digital.
No podemos seguir funcionando con esquemas del pasado en una sociedad hiperconectada. Hay que repensar el modelo educativo. Y aunque debemos seguir utilizando cuadernos, libros o pinturas, una conexión estable, debemos garantizar que, en todos los centros, independientemente de su titularidad, barrio y municipio, los menores puedan adquirir las competencias digitales necesarias para convertirse en ciudadanos y ciudadanas del siglo XXI.
Es su derecho y nuestra responsabilidad.