Quizás sea por el sesgo de nuestra educación, quizás por simple desconocimiento o, quién sabe, por puro utilitarismo. Pero lo cierto es que apenas nos planteamos cuestionar la historia reciente ni muchas de las premisas que de ella se derivan. Y, cuando se hace, los protagonistas suelen ser conspiranoicos con teorías tan descabelladas como absurdas.
Pero esas preguntas son pertinentes, e incluso proféticas en ocasiones. Me van a permitir cuestionar con espíritu crítico (ese que todavía no nos ha robado la inteligencia artificial) una de las columnas vertebrales de la imposición del capitalismo al comunismo: ¿puede un país socialista innovar?
La respuesta intuitiva, alimentada por el fracaso estrepitoso de la URSS, suele ser un 'no' rotundo. La realidad, como suele suceder, no es tan sencilla de resumir en un monosílabo. Y para ello debemos detenernos en la archiconocida historia de Carl Zeiss, la legendaria empresa alemana de óptica.
Esta enseña fue dividida en dos durante la Guerra Fría: Zeiss Jeda en el lado socialista y Zeiss Oberkochen al lado occidental del muro. Lo que los investigadores -en especial, Bruce Kogut y Udo Zander- han encontrado es que ambas continuaron investigando e innovando con éxito, independientemente del bloque al que quedaron consignadas.
Pero con diferencias notables. La Zeiss comunista innovó con un sesgo más incremental y menos orientado al mercado que su contraparte capitalista. Y ello se debió principalmente a las interferencias o la guía política que influía en su hoja de ruta. Si a ello le unimos el aislamiento internacional, la falta de competencia y la planificación centralizada encontramos el porqué real de su fracaso, que no está -repetimos- en una suerte de incapacidad intrínseca del comunismo para innovar.
La historia de Carl Zeiss nos da una advertencia a navegantes: cuando una economía se cierra, la innovación se resiente. No necesariamente se detiene —la RDA también producía ciencia—, pero se vuelve menos eficiente, menos competitiva y menos conectada.
Este matiz es clave para entender un fenómeno que está regresando con fuerza, aunque con otro disfraz ideológico: el neoproteccionismo 'trumpista'. Y es que, en pleno 2025, es Estados Unidos —la supuesta tierra de las oportunidades, el emprendimiento y el dinamismo del libre mercado— el que está apostando por barreras arancelarias, subsidios selectivos y guerras comerciales que recuerdan peligrosamente a las prácticas que durante años se achacaron a los regímenes socialistas.
Un cóctel peligroso que mezcla nacionalismo económico, miedo a la desindustrialización y una visión defensiva de la globalización. Y que, paradójicamente, se aleja de los principios clásicos del capitalismo liberal. Porque aquí viene la gran pregunta: ¿puede una economía que se aísla innovar? ¿Puede liderar el futuro tecnológico si se cierra al talento, a la competencia y a las reglas del mercado global?
Todos tenemos claro que los aranceles no crean industria, solo distorsionan precios. Los subsidios no generan innovación por sí solos, solo la facilitan si hay competencia real. Y el proteccionismo, lejos de blindar la soberanía, muchas veces la debilita al desconectar a las empresas del pulso global y facilitar oligopolios domésticos cómodos y poco innovadores.
La moraleja no es que el comunismo fuera mejor, ni que el capitalismo esté en crisis. La serendipia que me gustaría trasladar es que la innovación necesita algo más que ideología y autarquías por doquier: requiere competencia, apertura, colaboración internacional, inversión sostenida y, sí, una cierta dosis de incertidumbre.