Pido perdón por lo soez de este titular, pero no se me ocurre una manera más exacta, pertinente y visual de entender lo sucedido esta semana entre Elon Musk y Sam Altman. Ambos fueron buenos amigos, de esos que comparten confidencias y sueños de futuro, hasta el punto de cofundar OpenAI en 2015. Empero, su idílica relación se fue al traste cuando la popular compañía de inteligencia artificial empezó a mostrar su fuerza.

Fue en 2019 cuando Musk abandonó OpenAI. Unos años más tarde, en 2022, ChatGPT llegaría a nuestras vidas de forma repentina. Se convirtió en la aplicación que más rápido alcanzó los 100 millones de usuarios de toda la historia. Por el camino, Altman hizo nuevos amigos, concretamente Satya Nadella, CEO de Microsoft, su gran padrino y quien no sólo es su accionista de referencia, sino también quien le salvó del ostracismo cuando su propia junta trató de echarlo de su empresa.

Pero Elon Musk nunca olvidó a su antaño amigo, ahora convertido en archienemigo. Contra él y OpenAI ha interpuesto numerosas denuncias, la mayoría de ellas a raíz de la progresiva transformación de la enseña, desde una empresa sin ánimo de lucro a una compañía al uso, con intereses comerciales claros y muy alineados con los de Nadella.

Esa fue también la razón esgrimida por quienes quisieron hacerle la cama a Sam Altman, con nocturnidad y alevosía, en 2023. El saldo de este golpe de estado fue la salida de cualquier contrapeso a Sam Altman y una junta aprobada por Microsoft hasta el último nombre. Lo que hubiera sido una gran noticia para el ego herido de Musk se quedó en un fortalecimiento del perfil de su rival.

Porque no obviemos la mayor: Elon Musk tiene envidia de lo que ha conseguido Sam Altman. Seguramente se arrepienta de haber dejado OpenAI cuando ahora podría autoproclamarse el padre de la IA generativa, como lo ha hecho también de los coches eléctricos con Tesla o de la industria aeroespacial con SpaceX. De salvador del mundo, como propugna con su discurso 'de la libertad ante todo' en X (antaño Twitter). Me es más difícil saber qué proclama a raíz de su empresa (fallida) de tuneladoras a gran escala...

En cualquier caso, la telenovela llegó a su clímax en la mañana de este lunes (noche del lunes al martes en España). Elon Musk presentaba, junto a un grupo de inversores, una oferta de 97.400 millones de dólares para hacerse con el control de su vieja niña bonita, OpenAI. Una valoración estratosférica por una organización que no deja de perder dinero año tras año, como ya hemos denunciado en este medio y que, además, enturbia el proceso de reconversión empresarial emprendido por Altman para captar más inversores a su empeño.

Algunos expertos han visto esta propuesta como la enésima ocurrencia de Elon Musk, de tantas que ha tenido en sus bien conocidos 'calentones'. No olvidemos que el hombre más rico del planeta tuvo prohibido tuitear (de aquella aún se llamaba así) sin supervisión legal, tras alterar los mercados bursátiles de forma aleatoria con promesas relacionadas con Tesla que jamás fueron ciertas. Otros consideran que la oferta va en serio, que quiere dominar el mercado de la IA junto con su propia empresa, xAI, y que ve un potencial extraordinario en dicha fusión. Y hay quienes, entre los que me incluyo, que creemos que no es un movimiento azaroso, pero tampoco puede tomarse en serio.

No es una conclusión tibia, sino que parte de un interés claro y manifiesto por parte de Elon Musk. Es consciente de que su tecnología de IA va muy por detrás (no ya técnicamente, sino simple y llanamente en adopción) de la de su contendiente. Y no es casualidad que no estuviera en la presentación del proyecto 'Stargate', comandado por su íntimo Donald Trump. Su objetivo es ser el protagonista en estas lides, aunque sea haciendo ruido, como en cualquier otra. Y no le gusta que 'la niña bonita' no forme parte de su extensa e histriónica familia.

Pero la oferta no tiene visos de prosperar. Microsoft tiene una posición de control muy fuerte en OpenAI, en cuya tecnología ha depositado gran parte de sus esperanzas de presente y futuro. No es probable que decidan desprenderse de su participación. Y Sam Altman no ha tardado en responder a su examigo: "No gracias, pero compraremos Twitter por 9.740 millones si quieres".

El mensaje está lleno de sorna, burla e ironía. 9.740 millones es justo diez veces menos de lo que Elon Musk estaría supuestamente dispuesto a pagar por OpenAI: la diferencia de valoración es una forma de medir el éxito y el fracaso de cada una de sus aventuras empresariales. Por no hablar de que se trata de una cantidad ínfima en comparación con los 40.000 millones que Musk se vio obligado a pagar por Twitter: ya casi nadie cree que valga ni la mitad de esa cantidad, ni tan siquiera él mismo.

Así que estamos en una competición que escapa a lo empresarial, a los negocios, y que se juega en la arena de lo personal, de los egos dolidos y de las autoestimas exageradas. De medir a bulto lo buen líder que cada uno es, lo visionario y revolucionario de cada cual. De saber, como decía al inicio, quién la tiene más grande. Y eso, desgraciadamente, hace un flaco favor a la industria tecnológica en su conjunto, a la innovación y el desarrollo técnico y, por supuesto, a debates más profundos sobre la IA en su vertiente ética y de uso responsable. De eso deberíamos estar hablando, y no de quién es el mejor amigo de quién.