Nos estamos acostumbrando a vivir en un tempo presto, en una sucesión acelerada de acontecimientos y hallazgos que nos hacen incluso olvidar que hubo otras épocas más pausadas. No es para menos: en apenas unas décadas hemos asistido a una revolución tecnológica, al auge de la globalización, a una pandemia mundial y quién sabe a qué más.
La cronofenomenología es un fenómeno caprichoso: mientras que el tiempo objetivo está perfectamente definido por la física en múltiplos y submúltiplos del segundo, el tiempo subjetivo es totalmente variable, dependiente de nuestro nivel de conciencia, la atención, el interés y el afecto.
Sin entrar en la pugna entre los presentistas (para quienes sólo existe el tiempo presente) frente a los eternalistas (quienes defienden que todos los tiempos son igualmente reales), lo cierto es que nuestra percepción del tiempo está alterada. Estamos hechos a acontecimientos, hitos y avances muy rápidos. Cualquier cosa que no se atenga a este requisito de velocidad extrema es visto como un fracaso.
La fantástica evolución de la tecnología digital tiene mucho que decir en esto. Si antaño se necesitaban plazos de madurez de cualquier avance técnico que llevaban décadas, ahora vemos éxitos inmediatos de startups que se consolidan en apenas meses. Los grandes colosos del siglo XX necesitaron varias décadas hasta dominar sus mercados, mientras que en la actualidad vemos como Facebook batió récords en su salida a bolsa apenas ocho años después de su nacimiento. Como referencia, el primer iPhone, que abrió la lata de la economía de las aplicaciones, apenas data de 2007.
Pero este tempo presto se detiene en seco cuando sucede algo inesperado, algo que nos devuelve a la realidad de que la física sigue imperando sobre la percepción subjetiva, sobre ese anhelo de velocidad por doquier.
Lo hemos visto recientemente con el incendio del centro de datos de la gala OVH en Estrasburgo. El 10 de marzo, la compañía informaba de un grave incendio en sus instalaciones, que afectaron a dos de los CPD y provocaron la interrupción del servicio de numerosas compañías en todo el mundo.
Acostumbrados a que lo digital nunca falla, a la perenne fiabilidad de la nube, este suceso nos recuerda que seguimos dependiendo de un algo tangible que puede sufrir las mismas calamidades que conocemos desde hace siglos. Pero, también, ha dejado patente como algo que parece tan rápido e inmediato como un servicio digital puede necesitar de procesos pausados, lentos y comedidos. Artesanales incluso.
OVH ha ido dando buena cuenta de sus trabajos de recuperación en los días posteriores. El miércoles 24 de marzo, la compañía anunciaba que tendría "todos los servidores limpios y en funcionamiento para el viernes". 80 personas trabajaban en ello. Incluso decían que "el proceso podría ser más rápido".
Cuanto antes, esa era la premisa. Lógico: cada día que pasaba era un día de fastidio para sus clientes y de dinero que se perdía. Un día que no contaba en esta melodía acelerada de lo digital. Pero, como decía, la realidad física -esa que no podemos obviar por más que nos lastre en nuestro ritmo- se impuso.
Apenas unas horas después del anterior mensaje, la propia OVH actualizaba su pronóstico: "La limpieza lleva tiempo. La contaminación del humo en los zócalos de las CPU es muy corrosiva. Si los encendemos así, están muertos. Vamos a una velocidad de tres racks por día". Aviso a navegantes: esta limpieza, a mano, no es rápida ni sencilla.
Pero eso va en contra de la velocidad a la que nuestro tiempo subjetivo se ha acostumbrado. ¿Por qué no están los centros de datos operativos ya?, se preguntó mucha gente durante esos días. "Estamos buscando cómo acelerar este proceso. El tiempo de limpieza de un bastidor es de siete horas y nuestros equipos lo mejoran día a día", rezaba la compañía francesa el domingo.
Por supuesto, los sistemas siguen sin estar plenamente operativos: algunos han sido reiniciados y otros, los que fueron migrados a otras ubicaciones, aún están en proceso de activación. Un retraso considerable respecto a lo que OVH pronosticó y a lo que muchos querrían, pero completamente lógico si tenemos en cuenta la premisa de esta serendipia: por mucho que queramos acelerar el tiempo, al final los segundos y los minutos que necesitamos son inalterables.