Qué poco han aparecido en campaña la inteligencia artificial, las startups o los fondos Next Generation, por poner sólo tres ejemplos. Asuntos tan fundamentales como esos no caben en los discursos de masas y sin embargo, pocos debates me parecen más necesarios para entender cómo será nuestro futuro.

No sabemos quiénes ni cómo quieren ponerle vallas al desarrollo de la inteligencia artificial, clave en el diseño del mapa del empleo. Tampoco se ha hablado mucho del futuro de la innovación, de los emprendedores o de la tecnología, al menos de forma comparada, con debate de propuestas afinadas, con capacidad transgresora y espíritu crítico.

Creo que cada vez el voto es cada vez menos ideológico y más táctico, al menos en el gran bloque central de las clases medias, y sin embargo, hay poco que dirimir para decantarse a un lado o al otro. En esta neutralidad política, y más allá de la divergencia de escenarios en materia fiscal, poco o nada se ha hablado del impacto de los Next Generation, y créanme, hubiese sido un temazo para la campaña de los centros, de las izquierdas moderadas y de las derechas liberales.

Hace unos días Mónika Hohlmeier, presidenta de la comisión de control del Parlamento Europeo, recordaba con cierto tono de desesperación, que todavía no saben exactamente en qué se ha gastado el dinero del MRR España. Que desconocen el alcance de los proyectos en los ámbitos de la transformación energética o la digitalización industrial que se han puesto en marcha con la gigantesca entrega de fondos que Europa nos brindó hace dos años. Que quieren saber el impacto real de todo esto, y que lo quieren saber ya porque no queda tiempo: la espada de Damocles de los NextGen la impusieron los países frugales: nos dieron mucho dinero pero cerraron el calendario porque sabían que no íbamos a ser capaces de gastarlo si el tiempo era breve.

Ahora mismo en España podemos establecer esta equivalencia y no distará mucho de la realidad: los fondos que ha recibido el sector público para no transformar la economía son equivalentes a los no fondos recibidos por las empresas que hubieran tenido que transformar la economía. Dicho de otro modo: el dinero no ha llegado a los sectores productivos porque no hay forma de hacérselo llegar que no levante sospechas de fraude y de mala administración. Mientras los ayuntamientos viven en la isla utópica del superávit las empresas han cerrado los oídos, ya no quieren saber nada de los fondos.

El discurso que ha calado en el empresariado es que con el Kit Digital y el aumento de las líneas de algunos organismos como el CDTI o ENISA, no se puede transformar la economía. Que no se puede transformar la economía si los plazos de resolución superan el año (¡un año!), y que este efecto ilusorio de los fondos ha sido muy nocivo para su propio desarrollo: las que esperaron a los fondos y no invirtieron van ahora un año por detrás de sus competidores y las que aún están a la espera observan con depresión como España sigue siendo un país con una burocratización monstruosa.

Desde la óptica empresarial no se puede comprender como tamaño reto ha sido inabordable en colaboración entre todos los partidos, que hubiera sido lo lógico en una situación como la que hemos vivido: hemos disfrutado de un cheque en blanco para subirnos al tren del futuro y estamos peleándonos por tonterías en los andenes de la estación sin darnos cuenta de que el tren ha pasado ya. Ideas y propuestas tenían, muchas, provenientes de todos los sectores, pero quienes lo podían hacer no supieron escuchar y los que tenían que proponer desde la oposición prefirieron el enfrentamiento sin cuartel: tipical spanish.

La gente quiere pactos, quiere diálogo. No conozco padre o madre alguno que más allá de llevar una pulserita roja, azul, verde, morada o naranja en la muñeca, no esté preocupado e indignado por estas cosas. Pero son cuestiones técnicas que no le interesan a nadie, ¿verdad?