Una de las mayores paradojas de este país es que tenemos grandes fortalezas en términos de capital humano y de infraestructuras tecnológicas, somos una potencia bastante importante en términos de publicaciones científicas y, sin embargo, tenemos un ecosistema de I+D+i, donde la i minúscula nunca se acaba de hacer mayor, o dicho de otra forma, no hemos sabido resolver el paso de la investigación al mercado, de la universidad a la industria. Como país no hemos dado con un modelo potente y sostenible en el tiempo, que permita pasar de la investigación a desarrollar empresas que generen empleo de calidad y generen bienestar. Es la transferencia, estúpido, como diríamos en los años 90. 

Y sin embargo si uno se pasea de evento en evento por los territorios de este bendito país tiene la extraña sensación de que vamos en una nave espacial a toda velocidad. Hay una cierta tendencia en el discurso oficial, tanto en el ámbito público como en el privado, al optimismo y a la autocomplacencia, sí, también en el ecosistema de innovación y emprendimiento que debería ser todo lo contrario.

La palabra disrupción está gastada de tanto usarla, a cualquier proyecto le damos la bienvenida con esas expresiones tan científicas de 'brutal' o 'pepinazo', y lo que pasa es que cuando uno se acerca a la realidad la cosa se tambalea. Sería más ajustado a la realidad decir que avanzamos, pero mucho menos de lo que se dice desde los púlpitos, y probablemente no en la dirección acertada.

Hace pocos días asistí a un evento en la Fundación Rafael del Pino, donde se celebraba la presentación de un informe sobre el estado del deep tech en nuestro país: Emprendimiento en Deep Tech en España: Análisis de un problema complejo en clave estratégica. Publicado por el MIT en el marco de la Fellowship Rafael del Pino-MIT on Deep Tech Entrepreneurship, y elaborado por los investigadores Oihana Basilio Ruiz de Apodaca, Fiona Murray y Lars Frølund, es un excelente análisis de buena parte de lo que nos pasa en esta materia.

En dicho informe, y utilizando una metodología propia del MIT para evaluar y analizar los ecosistemas de emprendimiento, se parte de la situación del país en relación con los cinco vectores esenciales de todo ecosistema de innovación (capital humano, financiación, infraestructuras, demanda e incentivos), y de la actuación y sinergias entre los actores clave (empresas, administración, universidades, inversores de capital riesgo y emprendedores) para concluir una serie de recomendaciones.

Frente a tesis más o menos oficiales y más comunes que ponen el foco algún elemento en concreto, su principal valor es que tiene un enfoque sistémico, y vuelve a poner de relieve la necesidad de actuar conjuntamente en las diferentes palancas, así como en que esto no va de que cada actor haga la guerra por su cuenta, sino que debería primar la colaboración.

El informe concluye que necesitamos con urgencia: 1) Una estrategia española explícita de deep tech (liderada y desarrollada por el Gobierno). 2) Una asociación española de clientes industriales de deep tech (liderada por las empresas). 3) Un club nacional de inversores en deep tech (liderado por el capital riesgo). 4) Una escuela oficial de emprendimiento e innovación en deep tech (liderada por universidades y Organismos Públicos de Investigación (OPIs)). 5) Una cumbre de emprendimiento en deep tech (liderada por emprendedores).

Pero ¿por qué es tan importante el deep tech? Las tecnologías y compañías que las utilizan, y que son calificadas como tales, tienen unas características muy particulares: deben estar enfocadas a generar un enorme impacto y a resolver grandes problemas sociales o económicos; necesitan por regla general bastante tiempo para alcanzar su madurez y después salir al mercado; y requieren de enormes sumas de capital para poder alcanzar sus objetivos.

Alguien puede pensar que entonces no merece la pena: puede tener impacto, sí, pero si hay que invertir grandes sumas, con muchísima incertidumbre y a largo plazo, entonces "verdes las han segado". El caso es que estas son las empresas que cambian realmente el statu quo (en salud, en sostenibilidad, etc.), las que crean empleo de buena calidad, las que resuelven los grandes desafíos que tenemos como humanidad y las que podrían añadir un plus de prosperidad a un futuro que no pinta muy halagüeño teniendo en cuenta nuestra estructura económica y social.

Y aquí es donde precisamente introduzco mi propio análisis para determinar que quizá en España no se dan las condiciones necesarias para crear una potente división de deep tech, y es difícil que se acaben dando, y no porque seamos peores que en otros países, sino porque no sé cómo vamos a arrancar de nuestro ADN ciertos comportamientos para plantar nuevas semillas que nos conduzcan por el camino deseado. 

Se ha hablado y escrito hasta la saciedad sobre el mal español de la especulación inmobiliaria, o sobre el monocultivo de un sector como el turismo. Ya saben: ese spanish style según el cual cogemos un activo en abundancia (el suelo) y lo sometemos a un tratamiento intensivo en ciclos sucesivos de compraventa con intermediarios que da lugar a un modelo de inversión que genera crecimiento, renta y empleo a corto plazo, pero a su vez externalidades negativas de todo tipo, entre ellas la creación de burbujas financieras que al final acaban estallando. O aquella ilusión monetaria que llevó a centenares de miles de jóvenes a abandonar sus estudios para irse a un andamio a triplicar el salario que ganaban sus profesores, y que después se quedaron sin trabajo, sin estudios y sin formación, y todavía hoy no se han recuperado del todo.

Es decir, en teoría como sociedad podríamos y deberíamos invertir el ahorro de empresas y familias en innovación, en buenos proyectos solventes, en deep tech, pero somos más dados a comprar pisos, a buscar la rentabilidad en el cortísimo plazo y sacar nuestro ADN rentista a las primeras de cambio. Cortoplacismo, en suma. Mal asunto este de tener que luchar contra nuestra vieja estirpe.

Es un modelo que, en cierta medida y salvando las distancias, ha hecho su agosto también en el llamado ecosistema de emprendimiento e innovación. De repente, se pone de moda el emprendimiento, con tipos de interés reales negativos hay dinero a espuertas y se pone a circular invirtiendo en todo tipo de proyectos sin ton ni son. ¿Y a dónde va buena parte de ese capital invertido?

La mayoría de las startups que se financian son meras réplicas de modelos de negocio que han generado importantes retornos al inversor en otros países, aquellas en las que se necesita quemar dinero constantemente para seguir creciendo a toda costa, aún sabiendo que allí no va a aparecer el EBITDA positivo ni aunque pongamos todas las velas a todos los santos del mundo. De ahí que luego nos extrañemos de que sea tan difícil la escalabilidad. Y si nos ponemos a examinar el impacto social y económico de estos modelos entonces se hace el silencio más absoluto.

Si consiguiésemos dirigir nuestros esfuerzos hacia proyectos de deep tech, el retorno en términos de país sería infinitamente superior, los proyectos no sólo resolverían grandes problemas reales (lo siento, pero aquellos problemas que se inventa la oferta para crear su propia demanda, no los calificaría de problemas sociales relevantes), conseguiríamos empresas más robustas (¿por qué se desdeña de primeras que el primer fin de un emprendimiento debería ser crear una empresa próspera y que dé beneficios?), y tendríamos salarios y puestos de trabajo cualificados (no, el modelo de colaborador autónomo tipo rider no es un perfil laboral de esas características, y se asemeja más al modelo aquel del trabajador de la construcción que abandonaba los estudios). Pero con el gobierno y nuestro ecosistema hemos topado.

Cualquiera que conozca estos ecosistemas de éxito sabe que el liderazgo le corresponde a los gobiernos, pero debe haber un alto componente de colaboración público-privada. De hecho, informes como el citado anteriormente lo reflejan a la perfección. Con desajustes y fragmentación de políticas públicas de innovación debido a nuestro sistema político descentralizado, con una incapacidad histórica manifiesta para que universidades, centros de innovación y empresas se entiendan, y con la aversión mutua –más o menos explícita– entre sector público y privado es difícil avanzar.

Frente al éxito individual (y no me refiero sólo al del emprendedor, también al de una universidad, o incluso al de un gobierno a través de un programa público) debería imperar la colaboración leal y real. Un ecosistema de deep tech se construye cocreando entre todos, dejando a la competencia actuar sólo allí donde consiga los mejores resultados óptimos. Los retos exigen un liderazgo compartido: esto no va de Mercado contra Estado, ni viceversa. Va de colaboración y cocreación.

Por desgracia, en nuestro país sufrimos gobiernos con ceguera no sé si ideológica, pero sí de alcance en cuanto a liderar un proceso de este tipo sin intervencionismos ni tutelas excesivas; universidades que se niegan a abrirse a la realidad y prefieren encerrarse en sus torres de Babel a observar el mundo más que a transformarlo; empresas grandes que ven la innovación y el emprendimiento como operaciones de branding; un ecosistema de emprendimiento e innovación que quiere hacer la guerra por su cuenta y que no se fía ni de gobiernos, ni de universidades, ni de empresas, y en los que los propios inversores de capital riesgo tienen aversión al riesgo (sólo cinco de las 22 empresas de capital riesgo patrias invierten en deep tech). Qué quieren que les diga, a uno le gustaría ser optimista, pero así no hay manera.

Sin embargo, a pesar de este panorama, habrá que seguir insistiendo y exigiendo altura de miras a todos los actores críticos. Levantarse cada mañana y seguir amasando el pan, como dicen los clásicos. Para ello debemos cambiar el valor que damos a la variable temporal. Debemos volver al modo si queremos una cosa bien hecha necesitamos tiempo” y desterrar el nuevo hit de época es mejor hacerlo rápido aunque no esté bien del todo”. 

¿Qué palancas tenemos que activar para que más investigadores en las universidades y centros de innovación se decidan a poner en marcha compañías? ¿Por qué la mayoría de nuestras patentes se quedan sin desarrollos en el mercado? ¿Por qué no transferimos personas del sistema de investigación a la industria, y no sólo ideas o patentes? ¿Por qué no se pueden invertir los fondos de pensiones en innovaciones que mejoren nuestras condiciones de vida?

Mientras no resolvamos de manera imaginativa estas preguntas no sé si podemos seguir hablando con cierta seriedad de innovación, y, menos aún, de deep tech. ¿Hay alguien encargándose de todo esto por ahí? No les extrañe si les digo que en este asunto puede que nos estemos jugando el futuro del bienestar, de los salarios y de las pensiones.