En la tribuna de este mes de la Polis Mecánica les voy a proponer varios juegos. El primero es un juego de semiótica. Adivine mirando en este mapa de nuestro continente que aparece en este tuit de Esteve Almirall qué país europeo es aquel  donde existe una mayor distancia entre el optimista discurso oficial en materia de innovación y los datos crudos y duros.

Agustín Baeza

Ahora comparen estos datos: el número de patentes solicitadas y aprobadas en España durante un año comparadas con las patentes que solicitan grandes empresas globales en la oficina europea de patentes, o el ranking de países en términos de patentes per cápita. Los datos son tan estremecedores que no merece la pena siquiera comentarlos.

Agustín Baeza

Agustín Baeza

Agustín Baeza

Los datos evidencian una verdad ciertamente incómoda para buena parte del discurso oficial, tanto público como privado: nuestro país tiene un claro sesgo negativo hacia la innovación.

Mientras que somos una potencia relativamente importante en el mundo en materia de investigación, somos, permítanme la expresión, un país claramente atrasado en materia de innovación. O peor aún: a veces llamamos innovación, sobre todo en el ámbito de las empresas, a lo que es un mero emprendimiento o un negocio, cosa que está muy bien, pero no es innovador. Se abusa en exceso de la ontología del término, y la polisemia, como bien saben los que se dedican a ello, tiene sus límites.

El caso es que se han vertido ríos de tinta tratando de explicar esta supuesta paradoja, y de ahí que llevemos décadas debatiendo sobre leyes, sobre planes y programas, sobre estrategias y haciendo libros blancos, azules y de todos los colores. Pero no conseguimos modificar lo que parece estar sellado en piedra en nuestro ADN.

La propia expresión que hace de clave de bóveda de todos las políticas, programas y proyectos, el mítico y famoso Investigación, Desarrollo e Innovación, más conocido por I+D+i, encierra en sus siglas un significado oculto que las distintas generaciones de españoles nos lo hemos tomado, literalmente, al pie de la letra. Esa i minúscula al final es nuestra gran tragedia, nuestro talón de Aquiles económico, nuestro agujero negro como sociedad moderna que decimos ser, es en suma, lo adjetivo frente a lo que consideramos sustantivo (la investigación). Tamaña ceguera nos está costando muy caro.

Escribía el otro día Xavier Ferrás —uno de nuestros mejores académicos en la materia—, en un reciente artículo que "estamos viviendo un momento Sputnik en el mundo", y "necesitamos más que nunca que nuestros países tengan una visión estratégica", y también que España se juega el bienestar en las próximas décadas si no es capaz de enmendar "el fallo en convertir los avances científicos en creación y empleo".

El pasado mes de julio fui invitado a compartir mis ideas en un evento organizado por Innovate Canarias, el programa de innovación abierta para empresas y startups tecnológicas que se impulsa en el archipiélago en un formato de colaboración público-privada. Allí, ante las preguntas recurrentes sobre cómo enfocar los partenariados público-privados, traté de argumentar que, si no transformamos el modelo de colaboración, va a ser difícil que superemos ese mal congénito al que se refería Ferrás.

Es evidente que en un país donde la mitad del PIB es gasto público, donde la mayoría de las universidades y centros de innovación también lo son, y donde las agencias públicas de innovación actúan como claros impulsores de todo el modelo, la colaboración entre el sector público y las empresas innovadoras no sólo es necesaria, sino que resulta vital e imprescindible . Mucho más cuando también conocemos que el esfuerzo en I+D+i del sector privado español también es alarmantemente bajo en comparación con los países con los que nos codeamos. Colaboración sí, sin duda, pero no como la venimos haciendo.

En nuestro país existe un gap entre el sector público y el privado que no hemos conseguido cerrar. En materia de innovación es más evidente que todavía no hemos encontrado la forma de ponerle el cascabel al gato, por decirlo con una expresión castiza. Hay casos de éxito, buenas prácticas, territorios locales donde la cosa marcha razonablemente bien pero que son difícilmente generalizables.

Si uno aproxima el zoom a esos proyectos exitosos encontrará una variable que está presente en todos ellos: una suerte de empatía personal entre los gestores públicos y privados. No es broma, analicen los que conozcan y verán que es así. Y propongo que comencemos a partir de ese hecho aparentemente tan frágil.

Lo anterior se explica en buena medidas porque la colaboración público-privada se trata de construir sobre una relación secular de desconfianza, en el peor de los casos, o un desconocimiento recíproco de dos culturas que tradicionalmente se han dado la espalda en nuestro país, en el mejor de las hipótesis. Para corroborarlo fíjense en lo que ha ocurrido en nuestra historia reciente: después de dos o tres décadas hablando de transferencia de conocimiento, de crear Parques Tecnológicos, de impulsar, en definitiva, ese mítico modelo de la I+D+i, la cosa no termina de arrancar.

Siempre sostengo frente a debates simplistas y uniformadores que cada país no puede meramente copiar lo que han hecho otros, por muy exitosos que hayan sido esos modelos o prácticas de políticas públicas. Las estructuras socioeconómicas del país cuentan, también la sociología general y particular de los grupos y sectores, y no les digo nada sobre la relevancia que adquiere en estas cuestiones la tradición del país en forma de estructuras de estado y de mercado.

También sabemos que esta transformación no se puede hacer de un año para otro (y ahí nuestro marcado cortoplacismo y su vecino de enfrente el electoralismo siempre hacen su agosto en nuestros lares). Lo que hagamos hoy, y si lo mantenemos en el tiempo durante años, impactará como pronto en la próxima década y en la próxima generación de investigadores, emprendedores e innovadores.

En Las Palmas de Gran Canarias la moderadora del evento que les citaba en líneas superiores me planteó que eligiera una sola medida concreta que yo tomaría para impulsar ese modelo de colaboración público-privada que permitiera desatar todos los nudos que nos mantienen en los furgones de cola de la innovación. Dije una cosa obvia: ¿Por qué no innovamos también a la hora de hablar y actuar sobre innovación? Y me aventuré en una propuesta. La respuesta puede estar en el mestizaje: si no se hace un esfuerzo por entender los condicionantes de la otra parte es difícil que esa colaboración entre lo público y lo privado sea exitosa.

Estoy convencido de que el catalizador de esta nueva energía innovadora se producirá en el momento en que sector público y sector empresarial se contaminen culturalmente el uno del otro. Esto puede resultar chocante y demasiado disruptivo para los más fieles defensores de las esencias en ambos gremios. Pero creo en ello firmemente.

Y en lo concreto les dejo una reflexión en forma de propuesta para ir abriendo boca: reformar contenidos y planes de estudio (sí, al final todo depende de la educación, y aquí en nuestro país esto va de mal en peor).

Si uno echa un vistazo a los contenidos de la formación académica que reciben los gestores públicos y privados patrios se le abren a uno un poco las carnes. Vale que unos van a ser funcionarios economistas del Estado y los otros fundadores o directores de compañías privadas, pero el drama es que se van a acabar encontrando y teniendo que abordar y gestionar problemas y soluciones con sus colegas del otro lado, y ni siquiera van a hablar el mismo idioma metafórico.

Ocurre que en un MBA a un estudiante nadie le habla de economía pública, muchos menos de administración pública (y cuando se hace deja mucho que desear); por contra, en unas oposiciones para ser economista del Estado el temario (teórico) apenas si da unas pinceladas de la gestión desde el punto de vista de una empresa (y desde luego lo poco que se hace tiene unos cuantos añitos, y no está a la altura de lo que hoy podríamos denominar modelo de emprendimiento innovador que se convertirá en el dominante en pocos años).

Hay una falla que se inicia ya desde el principio en la formación de esos futuros gestores que tendrán que colaborar en el futuro y hacer de manera colaborativa un país más innovador, cada uno desde su ámbito de influencia y responsabilidad. Ahora que están de moda los dobles grados: ¿ninguna institución de educación superior está pensando en lanzar un doble grado en administración pública y de empresa?

Mientras continuemos con esta eterna rueda de hámster en la que habitualmente nos situamos cuando hablamos de investigación e innovación seguiremos retrasando un cambio drástico en las políticas públicas y en los incentivos privados que de ellas se deriven para encaminar al país por la vertiente de la innovación que cree empleo de calidad y riqueza. Y así, por concluir con un pequeño ejemplo, seguiremos hablando de modelos de compra pública (lo sustantivo) innovadora (lo adjetivo), pero seguirá sin existir tal cosa. Y así con todo.