La simbiosis se define como aquella interacción entre distintas especies animales para beneficiarse mutuamente en su crecimiento y desarrollo. Un término que en el ámbito empresarial ha sido sustituido por el anglicismo 'win-win' pero que, en última instancia, no deja de significar lo mismo: conseguir que dos partes de una ecuación mejoren sus resultados, se midan como se midan, gracias a la colaboración entre ambas.

En nuestros días, una de las simbiosis más repetidas es la que atañe a la tecnología y el medio ambiente. Durante décadas nos han prometido -y siguen prometiendo- que la digitalización traería consigo mejoras en la eficiencia energética de las grandes industrias, reduciría los consumos en nuestra vida cotidiana como ciudadanos y ayudaría a conseguir los no menos manidos Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU.

Estas proclamas se han repetido hasta la saciedad, y razón no les falta: las TIC son un aliado imprescindible a la hora de dotarnos de mejores herramientas para medir, predecir y controlar las emisiones contaminantes o los daños al entorno producidos por la actividad humana. También es cierto que la tecnología no deja de ser un instrumento que sirve a cualquier fin, sea positivo o negativo, noble o infame. Pero confiaremos en la bondad y la responsabilidad como sociedad para que, al menos de forma intencionada, se busquen los primeros.

Pero lo que no podemos obviar es que la tecnología no es algo carente de implicaciones medioambientales. Y es que, si bien las soluciones digitales pueden ayudarnos en muchos campos de la lucha por la sostenibilidad, su propia concepción requiere de extensivos consumos energéticos y una alta disponibilidad de recursos que pueden llegar a eclipsar el resultado final de este particular sendero.

Hace unos días, la compañera Esther Paniagua ponía algunas cifras sobre la mesa en un artículo para D+I: entrenar un algoritmo avanzado de inteligencia artificial emite el equivalente a cinco coches a lo largo de toda su vida útil. Reproducir videos online emite al año más CO2 que España. El bitcoin consume anualmente más energía que Argentina, y se estima que sus emisiones en 2021 podrán asociarse a alrededor de 19.000 muertes futuras.

Es el lado oscuro de esa simbiosis, el que nos obliga a poner muchos interrogantes en esa promesa inapelable de que la tecnología será la receta que nos salve de todos los males climáticos y todas las catástrofes naturales. Y aunque hemos tratado como industria de evitar esta conversación mucho más tiempo del debido, ya no hay espacio ni razón para eludir este debate.

Muchas de las grandes 'tech' cuentan con ambiciosos planes para reducir su huella medioambiental, principalmente apostando por el uso de energías renovables en sus centros de datos. El mismo gobierno de España cuenta con una estrategia de algoritmos verdes con la que pretende convertirse en puntal internacional de esta simbiosis tan anhelada. Pero estas iniciativas distan todavía de ser algo material, algo concreto y plasmado en hechos presentes.

Publicaba un reportaje Sandra Viñas al respecto que les recomiendo. ¿La reflexión? Las estrategias de sostenibilidad de las grandes tecnológicas pueden ser consideradas greenwashing debido a sus "métodos cuestionables". Citaba para hacer tal afirmación un informe de la ONG NewClimate Institute, según el cual colosos como Microsoft, Google o Apple apenas disponen de planes para reducir un 40% su contaminación, a pesar de que la mayoría prometen ser neutras en los próximos años.

¿Cómo defienden entonces que son empresas comprometidas medioambientalmente y que están en ruta hacia esa ansiada neutralidad? La trampa tiene nombre propio: compensación de emisiones. En lugar de invertir en más energías renovables o buscar alternativas operativas menos contaminantes, las 'big tech' se han convertido en importantes actores del mercado de bonos de CO2, con los que 'oficialmente' pueden eliminar sus emisiones de las memorias anuales, aunque éstas sigan produciéndose. Porque el papel lo soporta todo, pero el cielo, los mares y el suelo no.

Hoy, Día Mundial de la Tierra, debería ser una jornada para reflexionar sobre estas cuestiones y analizar no sólo los grandes discursos y las buenas intenciones, sino también las realidades que afrontamos. E impulsar de forma decidida la simbiosis mágica, prometedora e ilusionante, de tecnología y sostenibilidad. Pero eso sólo pasará si, en primera instancia, controlamos el lado oscuro de la digitalización...

*** Alberto Iglesias Fraga es subdirector de D+I.