Más nos vale que tras el estallido de la revolución digital sobrevenga un periodo romántico. Lo contrario sería una señal de que el ser humano se ha distanciado hasta de sí mismo.

En la guerra desatada por la economía de la atención, se diría que este mundo al que pretendemos salvar navega a la deriva sobre un mar de seguidores. Nuestra experiencia de la naturaleza comenzó mediatizada por los dispositivos digitales, pero el proceso se ha acentuado con las redes sociales y ahora se encuentra mediatizada también por la subjetividad: vivimos el mundo a través de los ojos y los juicios de los otros. En esta época lo único armónico es la convivencia paradójica de nuestra sociabilidad distanciada y nuestra privacidad monitorizada. La nueva cotidianidad ha convertido a la familia en un grupo de Whatsapp, se estima que el 90% de nuestras interacciones sociales se han trasladado ahí.

Nos alejamos de esa “emoción recordada en tranquilidad”, expresión con la que Wordsworth describe la lírica, para tomar conciencia, según nos explica José María Valverde, “de la fugacidad del tiempo, y del admirable mecanismo del alma y la memoria”. O de la primacía en Coleridge de la imaginación como acto de sentir el mundo y de “reelaboración de esa percepción, idealizándola y unificándola”, frente a la fantasía “que baraja imágenes pasadas a su albedrío”.

En aquella explosión romántica inglesa, entre finales del siglo XVIII y principios del XIX, no cabía la distinción entre poetas y científicos, como relata magistralmente Richard Holmes en La edad de los Prodigios. Compartían el afán por conocer el mundo entendido como misterio. No con voluntad de apropiación, sino para adentrarse en él y vivirlo con más intensidad. “El rostro de la tierra me ha enloquecido, y yo / me acojo a sus misterios, y penetro ahondando / las moradas de aquellos que la gobiernan”, escribe Byron.

Poetas con formación científica como Keats, Coleridge y Shelley (cuya esposa Mary trasladaría el debate sobre los límites de la ciencia a su Frankenstein) producen conocimiento junto a investigadores con voz lírica, claves en la fundación de la química, la física y la astronomía modernas como William Herschel, Benjamin Thompson, Humphry Davy y su más famoso discípulo, Michael Faraday. El punto culminante de aquel viaje en común fue, como enfatiza el libro Holmes, la expedición del Beagle iniciada en diciembre de 1831 que permitió al joven Charles Darwin alumbrar su El Origen de las Especies.

Esa pasión por fundir el alma con el mundo, propia del romanticismo, movilizó ayudas financieras para muchos de esos jóvenes investigadores y vino acompañada de un impulso de la innovación, de las aplicaciones prácticas del conocimiento (la lámpara para los mineros del carbón de Davy es un ejemplo recurrente). Era una manifestación de los cambios que experimentaba la sociedad, frente al inmovilismo de la tradición clasicista y esa fatuidad barroca que tanto recuerda al momento actual. Sin esa energía transformadora resultaría difícil explicar la trascendencia histórica de muchos de aquellos talentos.

Nuestro distanciamiento del mundo, nuestra experiencia mediatizada, nos limita como sociedad para plantearnos ideales románticos. Pero, por mucho tiempo que haya transcurrido, siguen siendo las disciplinas que nos funden con la naturaleza las que nos van a salvar. Desafíos como la lucha contra el cambio climático, a través de la descarbonización, la economía circular, los usos alternativos del petróleo y la economía del hidrógeno ponen en el centro a la química, la única rama de la ciencia capaz de crear, de hacer realidad nuevas sustancias que no existen en la Tierra. Más romántico, imposible.

El papel de la química en la transformación del mundo y en la resolución de estos retos es clave, y de ello se ha estado hablando estos días en el consejo de la International Union of Pure and Applied Chemistry (IUPAC), de la que es presidente electo el español Javier García, preparatorio del IUPAC World Chemistry Congress, dentro del cual tendrá lugar un interesante World Chemistry Leadership Meeting bajo el título 'El futuro de la química en el mundo de la inteligencia artificial'.

Javier García ha recopilado en sus últimos artículos ejemplos del poder de la vanguardia de la investigación para abrir nuevas vías de resolución para los grandes desafíos globales: en el caso de la economía circular, los plásticos que pueden reutilizarse una y otra vez descubiertos en la Universidad de Constanza; o los enlaces dinámicos para termoplásticos, identificados en la Universidad de Berkeley que se pueden componer y descomponer de forma reversible e indefinida. En otros ámbitos, como la generación de hidrógeno con energías renovables, cita el logro de científicos japoneses que han sido capaces de descomponer el agua con luz con una eficiencia cuántica del 100%.

“La revolución tecnológica no sólo va de lo digital, sino de la materia que la sostiene”, escribí en el documento 'Retos I+D+i 2021' de la Universidad Carlos III. Un reciente informe del United Nations Environment Programme señala que la industria química mundial doblará sus ventas hasta 2030, y alcanzará los 6,6 billones de dólares (más que el PIB de Francia), sin contar a las farmacéuticas.

Porque la realidad es tozuda y hay planteamientos que se están formulando desde el distanciamiento, de espaldas al planeta, con presupuestos del Clasicismo, que resultan inviables sin la química: no hay platino disponible para la demanda potencial de coches eléctricos de la que se está hablando.

En esa carrera existe una posibilidad para la reconstrucción de un sector industrial potente en países con larga tradición en química, como España, si conseguimos encontrar nichos diferenciales en los segmentos de más valor añadido. Esta debería ser una de las prioridades en el nuevo modelo económico que se diseña desde el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. No podemos seguir cometiendo errores como el de sumir a Europa en una crisis de semiconductores después de haber generado cuatro premios Nobel en fotónica.

Hay mucho sufrimiento y soledad en el romanticismo, cierto, pero también ocasión para la alegría, muchas veces asociada al descubrimiento. “Muchos son nuestros gozos / de jóvenes, pero ¡ay! qué dicha es el vivir / cuando trae cada hora un acceso palpable / al conocer, y todo conocer es deleite”, en los versos de Wodsworth.