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España no para de crecer poblacionalmente. Y eso, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), se debe al incremento de personas nacidas en el extranjero que se trasladan hasta nuestro territorio. Pues, tan solo en el primer trimestre de 2025, el número de inmigrantes aumentó en 95.363 individuos

Mientras la población con nacionalidad española disminuye, la extranjera no deja de expandirse. Actualmente, se cifra en 6.947.711, donde destacan principalmente los originarios de Colombia (con 39.000 llegadas), Marruecos (25.900) y Venezuela (25.000). Pero, ¿qué historias se esconden tras estos números? ¿Cuáles son las secuelas del periplo migratorio?

Innegablemente, abandonar el país de origen supone cierto impacto psicológico. Y es que, sea o no voluntario ese traslado, la migración lleva consigo una serie de particularidades que requieren paciencia y, en ocasiones, contar con las herramientas necesarias para que ese dolor no se enquiste. 

Se trata, explica Ana Morales, psicóloga general sanitaria especializada en obesidad, atracones y bulimia, de un proceso que "implica tener que adaptarte a un nuevo lugar y a una nueva situación". "Es como las serpientes que tienen que mudar la piel", indica. 

En estos casos, dice la especialista, tienes que "dejar toda tu identidad, todo lo que tú eres y abandonas tu país, tu idioma, tu rutina, tus vínculos, tus costumbres y hasta el olor de la panadería. Lo dejas todo atrás y debes adaptarte a unas nuevas condiciones que no siempre son las más ideales". 

Y aunque claro está que no es lo mismo salir como expatriado a hacerlo en patera, en ambos escenarios, señala Morales, "dejas algo de tu identidad, de tus raíces… tienes que hacer amigos, abrirte a un nuevo idioma y a unas costumbres que son las tuyas. Y esto, en muchas situaciones, supone modificar toda tu vida". 

Un duelo silenciado

El problema en este contexto, apunta la psicóloga, es que, socialmente, "la migración está idealizada". "Parece que si te va bien no tienes derecho a sentir tristeza porque has mejorado las condiciones con respecto a tu país, y si te quejas eres un desgraciado y un desagradecido", relata. 

"Es como si no tuvieras derecho a quejarte porque está mejorando tu circunstancia de vida o, simplemente, porque ahora estás mucho mejor en este nuevo país", subraya Morales. Sin embargo, es precisamente ahí donde radica la dificultad: "Cuesta mucho el darnos permiso para poder decir 'jolín, echo de menos mi casa', porque puedo estar muy a gusto en este lugar, pero eso no significa que no extrañe mi barrio". 

Estudiantes inmigrantes. iStock

De hecho, ella misma, que actualmente vive en Noruega y lleva fuera de España 30 años, reconoce sentir nostalgia por su casa: "Aunque en el momento diga 'ni de coña vuelvo', eso no quiere decir que no eche de menos un domingo de vermut o el Mercadona. Son muchas cosas y, aunque estés bien en el nuevo sitio, añoras tu hogar en muchos momentos". 

La migración es una despedida sin ritual, sin funeral ni fecha y, en muchas ocasiones, sin apenas tiempo de reacción. Y eso lleva consigo una serie de consecuencias. Pues, cuando un duelo no puede expresarse públicamente, ese dolor acaba buscando la forma de asomarse. Sea como sea. 

"Al final, lo que no se llora se termina somatizando, si tú no te das espacio para poder expresar lo que sientes, eso va a terminar saliendo por algún lado". Y es que, como bien dice Morales: "El agua puede ser la más pura del mundo, pero si se estanca se pudre y duele". 

Tal es el impacto vinculado al periplo migratorio que se asocia a "muchos procesos depresivos". Porque, insiste la experta, el no poder expresar cómo te sientes "tarde o temprano va a pasar factura". Y es ahí donde, indica, aparece el comer como un salvavidas. 

La comida como refugio

"Muchas veces recurrimos a la comida para acallar nuestras emociones. Si estoy triste, si me siento solo, incomprendido, si no estoy integrado… Termino acudiendo a ella porque es lo único que no tiene nacionalidad, que no tiene nombre ni idioma", señala Morales. "El pan es pan aquí y en la China". 

De este modo, se genera un vínculo tóxico con la alimentación. Primero, porque es lo que "tienes más a mano" y, segundo, porque apoyarse en ella para calmar nuestros sentimientos "es tan viejo como desde que nacemos". 

"Nada más llegar al mundo nos colocan al pecho, nos dan el biberón o el chupete, que tiene el mismo mecanismo de succión. Desde que somos pequeños sabemos que cuando nos sentimos mal podemos recurrir a la comida y, si cuando vamos creciendo no desarrollamos otras herramientas, vamos a seguir haciéndolo", explica la psicóloga.  

La psicóloga Ana Morales subraya la importancia de no invisibilizar las emociones. Cedida

Y es que, a lo largo de los años, las personas interiorizan que comer, clama, al menos, por un ratito, aunque luego eso viene acompañado de sentimientos negativos. 

"Es como una amiga tóxica que siempre está ahí y que a lo mejor te pillas una borrachera, estás vomitando y es la que te recoge el pelo para que no te ensucies. Pero, por eso, quizás necesitamos otras amigas, otras herramientas, con las que podamos acallar lo que estamos sintiendo", relata Morales. 

El problema es que este comportamiento se puede convertir en un ciclo del que es muy difícil salir. Es decir, "acudes a la comida porque sabes que es un potente anestésico emocional, pero cuando terminar de comer sientes culpa y vergüenza. […] Entonces, como no sabes cómo gestionar este nuevo sentimiento, lo calmas volviendo a comer".

Y así, esa actitud se transforma en una espiral. Razón por la que Morales indica que la clave está en lograr "romper este círculo en algún punto", apoyándose en alternativas que ayuden a allanar esas emociones. 

Romper el círculo

"Cuando la comida empieza a tener mucho peso en tu vida, ya se debería empezar a encender la bombilla", afirma la especialista. Aunque, en ese sentido, subraya la importancia de diferenciar entre el comer físico o el emocional, tanto en su formato de añoranza como cuando esta acción se convierte en la única herramienta disponible. "Entonces, ojito, es una red flag". 

"Comer, por ejemplo, rápidamente, como con urgencia, es un puntito para pensar que quizás es emocional. […] Es un lo quiero ahora, como si fuera una pataleta de un niño. […] Y eso es para llenar un vacío", explica Morales. Sin embargo, dice, el hambre física aparece de forma gradual y cualquier alimento sirve para saciarte. 

Además, continúa la psicóloga, "si aparece la culpa después, ahí tendríamos que empezar a planteárnoslo, porque en realidad la pregunta sería qué necesitabas en ese momento, que quizás no fuese esa caja de donuts, sino un abrazo de tu madre, una charla con mi amiga u oír hablar en tu propio idioma". 

Para evitar llegar a ese punto, o para romper ese círculo, Morales recomienda "integrarse en la medida de lo posible", así como conocer el idioma, la cultura y buscar otras personas de nuestra propia nacionalidad para que nos ayuden a sentirnos un poquito en casa. 

La profesional aconseja "darnos el permiso para echar de menos a nuestro país, nuestra gente o nuestros amigos" y, a su vez, concedernos la posibilidad de "vivir esa tristeza". "Si tienes ganas de llorar, por favor, llora. Si estás enfadada porque nunca quisiste irte de tu país, enfádate, porque también hay que dejar salir estas emociones". 

Al mismo tiempo, sugiere crear un "kit de primeras emergencias emocionales" para, cuando aparezcan esos sentimientos, tener algo en lo que refugiarse. "Es un listado de cosas que te gusten hacer, porque aunque estés en otro país, sigues siendo la misma persona a la que le gustaba hacer punto de cruz o puzles", concluye.