Todo comenzó en una de esas frecuentes sesiones con el fisioterapeuta mientras volvía a indicarme que tenía la espalda como un tablón. ¡Ah, el estrés! —le dije—, casi sin creérmelo ni yo. Pero así fue. De nuevo las dolorosas contracturas me habían llevado a someterme a esa especie de "tormento" que durante cuarenta y cinco minutos intentaría devolverme la adecuada relajación.

El profesional, joven y por tanto aún ilusionado con su tarea, trataba de rebajar mi tensión manteniendo una fluida conversación que, a falta de hilo conductor, derivaba a uno y otro lado sin aparente cohesión. Hasta que en uno de esos momentos en los que ya mi guardia estaba más baja y casi sumida en un sopor, surgió la pregunta: "¿Pero de verdad fue tan importante la Transición?".

La pregunta-acusación cayó como un mazazo sobre mí dejándome sorprendido. Y eso, porque en realidad, y tras pensarlo unos breves segundos, no sabía qué contestar: ¡Sí, lo fue! —respondí mecánicamente—. ¿Por qué? —me inquirió el joven en ese instante—. Intenté entonces buscar algún argumento concluyente que pudiera zanjar la cuestión. Pero no surgía nada. Mi mente era un vacío. En realidad, qué sabía yo de la Transición, pese a haberla vivido en primera persona al igual que tuvo que vivirla toda mi generación. Y pensé que ese gran vacío, esa laguna intelectual, provenía de haber vivido los hechos condicionado y postergado por la permanencia en un entorno social atrasado; en realidad el mismo que condicionaría a la mayoría de los jóvenes que habitaban la España rural.

Aún encuentro a muchos de ellos, por supuesto hombres más que maduros hoy, que continúan sin apenas conocer la Transición. Que siguen —que seguimos, quizá— sin saber por qué la hicimos y qué fue lo que significó.

Pasaba entonces por unos momentos de especial sequía en aquello del hacer literario, y falto de todo tipo de inspiración me aferré a la idea con el ansia de la desesperación: ¿Por qué no escribir sobre la Transición? O más bien ¿por qué no escribir la Transición tal y como nosotros la pudimos vivir? Y al decir nosotros me refiero a aquellos jóvenes que tuvimos que vivirla desde fuera de las grandes urbes; es decir, totalmente condicionados por nuestro entorno rural.

Me puse a ello y pronto surgió el primer problema: yo solo podía escribir sobre mi propia experiencia; esto es, podía escribir las percepciones sobre la época según las viví y las recuerdo yo, pero no como las vivieron los demás.

¡Malo, malo! Estaba trazando mi propia autobiografía, así que proyecto al cajón. Pero la idea permanecía, parecía como si se resistiera a morir. Me bastaba cualquier reunión, cualquier tertulia, cualquier conversación, para soltar la preguntita, así como el que no quería la cosa —"¿os acordáis de cuando legalizaron al PCE? ¿Y de los asesinatos de Atocha? Pero como si emitiera un canto a las nubes; aquello, o no se recordaba consecuentemente, o simplemente no significaba nada. Y sin embargo, significó, ya lo creo que significó. Como tantas otras cosas: el "sí" a la Ley de Reforma Política, el "sí" a la Constitución, el eurocomunismo del PCE, el 23 F, la victoria del PSOE en 1982, el "sí" a la OTAN, y tantas otras cuestiones que en su conjunto forjaron este país tal y como lo conocemos en la actualidad.

Así que volví a retomar el proyecto. Y a dejarlo nuevamente para después volverlo a retomar. Una y otra vez. Al cabo, para mi generación escribía, pero también lo hacía para esos jóvenes que ya apuntan años y que son la generación que nos sucedió. Porque ignoran tanto como nosotros ignorábamos entonces, pero con un agravante: ignoran por desinterés. Y ello les está pasando una factura colosal: el retroceso generalizado en los valores democráticos y el desmantelamiento progresivo del "Estado del Bienestar"; una situación que los aboca a unas condiciones sociales y laborales que ya se acercan peligrosamente a las que vivimos nosotros en nuestro tiempo anterior.

Y puede que este hecho constituya la adecuada razón que justifique el empeño por rememorar esa época. Aunque si esto no fuera así, quizá baste el hecho de querer testimoniar sobre aquel tiempo que a muchos de nosotros simplemente "nos pasó" sin darnos la oportunidad de participar en ellos; de participar en ellos políticamente, claro está.

De modo que en esa convicción decidí dar continuidad a aquella primera obra: Colores y silencios, que escribiera como memoria y crónicas de infancia y juventud sobre la vida en un pueblo rural. Y así pergeñé Colores y silencios II – Memorias de la Transición.

Supongo que escribí esos recuerdos en la convicción de que nunca partimos de cero, de que nuestra mentalidad se forjó en base a la cultura tradicional que recibimos. Por eso hay que tratar de reconocernos con todo eso. Si conocemos nuestra herencia podremos determinar lo que no nos gusta y advertir a las generaciones venideras para que puedan rectificar. Tradición no significa repetir, significa adaptar. Y hoy más que nunca vuelve a ser necesario recordar aquello que elegimos: una ética cívica según la cual la libertad es un valor superior. Que es preferible la igualdad a la desigualdad, la solidaridad al desprecio, el respeto a la intolerancia. Que la protección de los derechos humanos es un deber.

Porque hoy parece que ya no hay valores en una gran parte de la sociedad: el particularismo, el afán de beneficio, el consumismo y la falta de sensibilidad ante los más desfavorecidos, campean por sus respetos anulando aquellos valores que un día nos quisimos dar. Pero no es cierto; siempre habrá valores. Siempre podremos elegir unas opciones sobre otras, y siempre podremos recuperar esa moral cívica que dio vida a un modo de convivencia ejemplar. Al fin, si nos hemos desviado, todo es cuestión de volverla a cultivar.

Mariano Velasco