Se atribuye a Bismarck la afirmación de que la próxima guerra estallaría por alguna locura en los Balcanes. Puede estimarse que el viejo canciller tuvo razón cuando dijo esto, antes de que empezase el siglo XX, si consideramos que el asesinato por terroristas serbios del heredero de Austria-Hungría en Sarajevo el 28 de junio de 1914 fue el detonante de la Gran Guerra.

Seguimos preguntándonos cómo fue posible esta catástrofe, quiénes fueron los culpables, porqué los canales diplomáticos fueron incapaces como en otras ocasiones de aislar una crisis regional y, en definitiva, cómo en poco tiempo Europa se precipitó al abismo. Se han escrito muchos y buenos libros que han tratado de dar respuesta a estos interrogantes, siguiendo la estela de la obra ya clásica de Barbara W. Tuchman, Los cañones de agosto (RBA), que ganó el premio Pulitzer de 1962.



Antes de 1914, más que un sistema ordenado, Europa era una red de intereses concurrentes y de antagonismos fuertemente ligados entre sí. Esto suponía, como ocurrió en ese verano dramático, que las decisiones de unos afectaban a todos. Se era consciente de que la guerra general era una posibilidad real, y por ello los estados mayores de las potencias habían elaborado estrategias de ataque, sistemas de defensa y planes de movilización de reservistas y traslado de tropas, además de un sostenido programa de incremento de la industria militar que se parecía a una carrera por disponer de más buques y cañones que los rivales. La guerra estaba preparada.

Quienes pronto iban a morir en los campos de batalla compaginaban sus trabajos con el ocio y la diversión

Cuando el archiduque Francisco Fernando fue abatido por Gavrilo Princip, nadie puso en duda que detrás del asesinato, de una u otra manera, estaba Serbia. Se esperaba, pues, la reacción de Viena contra la provocación de Belgrado. Pero los tiempos de la corte real e imperial eran tan ajenos al ritmo acelerado del mundo moderno como lo era el viejo Francisco José, y un silencio oficial tenso presidió las siguientes semanas.

Detrás de los focos hubo intensas conversaciones con el aliado alemán, que parecía el más interesado en que la respuesta austro-húngara fuera contundente. Serbia, por su parte, contaba con el respaldo ruso, fruto de un realineamiento reciente con el gobierno zarista, que había asumido la protección de los eslavos del sur para ampliar su presencia en los Balcanes.

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La crisis, que en principio era una más entre potencias recelosas de sus vecinos, activó tanto las alianzas en vigor como los contactos entre rivales con objeto de sondear las intenciones de los otros ante los posibles escenarios que se abrían. Hubo frenéticos contactos formales e informales, telegramas que viajaban entre las capitales europeas. Todo sucedió en un mes de julio que fue singularmente agradable, mientras los políticos descansaban en balnearios, los monarcas usaban sus yates y quienes pronto iban a morir en los campos de batalla compaginaban sus trabajos con ratos de ocio y diversión.

En el gobierno de Austria-Hungría se albergaban deseos de venganza, la necesidad de reparar el honor del Estado y de la dinastía, y junto a ello, la oportunidad de aumentar su control sobre los Balcanes y consecuentemente frenar la creciente influencia rusa en la región.

Alemania contemplaba la situación entre el miedo a que su aliado del sur evidenciara debilidad y la oportunidad de golpear a Rusia, su enemigo natural. Berlín pensaba en la inevitabilidad de una guerra que estallase cuanto antes y que fuese una contienda limitada en el espacio y breve en el tiempo. Aunque la eventualidad de un conflicto generalizado y la apertura de dos frentes, el oriental y el occidental contra Francia, estaban sobre la mesa.

Camino de la revolución

Alexandr Soljenitsin. Foto: Mikhail Evstafiev

"Todo respiraba la alegría del veraneo". Así introduce Alexandr Soljenitsin Agosto 1914, una vertiginosa narración que nos traslada a la derrota del ejército zarista en la Prusia Oriental en los diez primeros días de la Primera Guerra Mundial y al posterior surgimiento de la Rusia revolucionaria.

Finalmente, la calma veraniega se rompió. La respuesta de Viena se produjo el 23 de julio en forma de un ultimátum a Belgrado imposible de aceptar. La Monarquía Dual disponía de un motivo para atacar a los odiados serbios, y Serbia se consideraba capaz de plantar cara con las espaldas cubiertas por Rusia.

Dos días después los serbios rechazaron las condiciones austro-húngaras y el 28 el rey emperador declaró la guerra a Serbia. Se desató un torbellino de respuestas condicionadas por las alianzas.

El zar Nicolás II decretó la movilización general el 31 de julio y el káiser Guillermo II declaró el "estado de amenaza de guerra inminente", al mismo tiempo que conminaba a su primo Romanov a que parase a su ejército y reclamaba a Francia que se mantuviese neutral.

Por fin, el sábado 1 de agosto el emperador del II Reich pronunció un discurso ante el Reichstag en el que declaró que delante de él no veía partidos políticos, sino solo alemanes, firmó la movilización general y al día siguiente declaró la guerra a Rusia.

Soldados británicos preparándose para partir al frente.

El káiser respondió declarando la guerra a la República. Faltaba por manifestarse el Reino Unido, con un gabinete dividido entre la política contemporizadora de Grey, secretario del Foreign Office, y Churchill, lord del Almirantazgo, que ya había tomado la iniciativa de aprestar a la Royal Navy en el Mar del Norte y el Canal.

A pesar de que Gran Bretaña estaba ligada a su alianza con Francia, el primer ministro Asquith se agarró cuanto pudo a que solo intervendría militarmente si Alemania violaba la neutralidad de Bélgica. Cuando el Imperio germánico lanzó un ultimátum al rey Alberto I para que permitiera el paso de su ejército en dirección a Francia y este se negó a aceptar la invasión, ya no hubo más opciones. El 4 de agosto Alemania declaró la guerra a Bélgica y sus divisiones entraron en su territorio. El Reino Unido declaró la guerra a Alemania y se aprestó a enviar un cuerpo expedicionario al continente. En treinta y siete días de verano, se había desatado el infierno.