Retrato de Azorín (Ignacio Zuloaga, 1941). Foto: Real Academia Española

Retrato de Azorín (Ignacio Zuloaga, 1941). Foto: Real Academia Española

Entreclásicos

Pasear con Azorín

Acompañado por el escritor de Monóvar nada parece ser insignificante. De pronto, ya no importan los grandes temas, sino los asuntos marginales. 

Más información: Azorín, el símbolo de la Generación del 98

Publicada

A veces experimentamos la necesidad de salir a la calle, impulsados por el anhelo de cambiar de aires. Después de pasar varias horas en una habitación intentando seguir el consejo de Pascal de no movernos para no alterar el sosiego y la paz del mundo, nos asalta una inquietud irrefrenable, obligándonos a ponernos en movimiento. Desde el interior de una casa, siempre es posible asomarse a una ventana para contemplar el cielo, con su azul cambiante y sus nubes fugitivas, pero no es la misma sensación que caminar por un parque contemplando su vastedad, tan similar a ese infinito que nuestra imaginación solo logra intuir o representar mediante alegorías.

Pasear solo puede ser estimulante. Tienes la impresión de ser el centro del Universo y, al mismo tiempo, pareces invisible, una mota insignificante entre la multitud. Sin embargo, pasear bajo la guía de un maestro nos ayuda a abrir más los ojos y descubrir cosas que pasarían inadvertidas a nuestra mirada.

Yo a veces paseo con Antonio Azorín, un hombre discreto y humilde, pero con una sensibilidad prodigiosa. A su lado, nada parece insignificante. Amante de los insectos, cada vez que se cruza con una hilera de hormigas o una colonia de abejas se detiene y comenta que las sociedades compuestas por esas pequeñas criaturas son tan interesantes como las sociedades humanas. Las hormigas son metódicas, minuciosas y tenaces. Si algún desaprensivo pisotea sus construcciones, enseguida comienzan a trabajar de nuevo para restaurar los daños causados.

Las abejas son aún más sabias y laboriosas. Cuando elaboran sus panales, canturrean como una cuadrilla de obreros que no se deja intimidar por el frío, el viento o la lluvia. En cambio, las arañas no se agrupan en sociedades, quizás porque son los insectos más fuertes. Corren, nadan, tejen, sabiendo que antes o después cazarán una presa. Son grandes depredadores. A la vez tranquilas y feroces, se comportan como el océano: solo necesitan unos instantes para transitar de la calma a la furia. Yo jamás me habría fijado en esas diferencias sin Azorín, cuyo tartamudeo no le impide hilar las palabras con la precisión de un viejo alfarero que modela el barro sin esfuerzo.

Azorín vive en la calle Zorrilla, cerca del Congreso. Parece inverosímil que haya sido diputado cinco veces. Su apego a las instituciones procede de su miedo al desorden. Su anarquismo juvenil se disolvió apenas comprendió que las revoluciones siembran el caos, sin traer nada verdaderamente nuevo. Su talento para describir lo minúsculo parece incompatible con las estridencias de la política. No es un hombre elocuente ni apasionado.

En el Congreso, casi nunca tomó la palabra. Solo alzó la voz para protestar por la destitución de Miguel de Unamuno como rector de la Universidad de Salamanca. Quizás me he precipitado al decir que no es apasionado. Sería más exacto decir que sus pasiones no son ruidosas, pues en realidad ama muchas cosas: los pueblos, el paisaje, el cine, los clásicos castellanos, las rosas. No le agrada el ruido del centro de Madrid, pero agradece la proximidad de los cines de la Gran Vía. Es un espectador atípico. Cuando escribe sobre una película, nunca realiza una valoración de conjunto.

Prefiere destacar un gesto de Barbara Stanwyck, el timbre de voz de Fernando Rey o el perfil a contraluz de Sara Montiel. Obra del mismo modo al escribir sobre Berceo o Teresa de Jesús. La totalidad no le interesa. Solo presta atención al detalle. Es uno de esos artistas que dedica infinidad de horas a esculpir o pintar una pequeña figura destinada a ocupar un lugar invisible. No apela al juicio de los hombres, siempre situados a ras de tierra, sino al de la Belleza, inmutable y eterna. Aunque no sea un moralista, Azorín cultiva la ética de los ermitaños, que no necesitan testigos para cumplir su estricta rutina de ayunos y penitencias.

Yo pasé mi juventud en Madrid, pero he escogido un pueblo como escenario de mi incipiente vejez. No es un pueblo como los de antes. Está muy cerca de la capital y sus costumbres apenas difieren de ese hervidero donde el tiempo se ha desbocado y nadie se interesa por nadie. Las diferencias se diluyen en la aldea global. La torre de Babel aún alberga muchos idiomas, pero todos se han sumido en una melodía unánime y monótona.

En mi pueblo apenas quedan viviendas bajas con patio y ya no se ven viejecitas enlutadas. Y la iglesia, aunque ocupa el centro del pueblo, ya no es el epicentro de su vida social. A diario, las misas no logran convocar a más de siete u ocho personas. El principal lugar de encuentro es un hipermercado ubicado a las afueras. Los vecinos hablan en sus pasillos mientras llenan sus carros. Las conversaciones son triviales.

"Los viejos pueblos se han modernizado, copiando los hábitos de la ciudad, y aún así agonizan entre la indiferencia general, como un pobre perro abandonado bajo la lluvia"

Siempre los mismos temas: el trabajo, el colegio de los hijos, las vacaciones, la avería de un automóvil. Casi nadie desea intimar demasiado. La mayoría de las familias vive en chalets, burbujas fortificadas, celdillas impermeables que tiemblan al pensar en intromisiones intempestivas. Antonio Azorín añora Monóvar, con sus fachadas enjalbegadas, sus calles soleadas, sus patios con parras y pequeños huertos, a veces adornados con una palmera solitaria.

Aunque le gustaba pasar muchas horas en su cuarto leyendo a Montaigne o escribiendo, meditando y rumiando sobre arcanos indescifrables, de vez en cuando salía a la puerta de su casa, algo que no se puede hacer en Madrid, donde las calles son lugares de paso y no una prolongación del hogar. Durante su juventud, Azorín disfrutó de las inofensivas voluptuosidades de la vida provinciana: asomarse a la calle con indecisión, mirar al cielo, saludar los transeúntes, husmear discretamente la rutina de los vecinos.

En algunas ocasiones, sacaba una silla, se acomodaba en ella y divagaba, dejando que su mente oscilara entre el tedio y la fantasía, el hastío y los proyectos irrealizables. Cerca de su vivienda, unas mujeres solían cantar viejas melodías impregnadas de melancolía o fatalismo. Cada cierto tiempo, las canciones se interrumpían y se escuchaban suspiros o risas. Monóvar ya no es así. Los viejos pueblos se han modernizado, copiando los hábitos de la ciudad, y aún así agonizan entre la indiferencia general, como un pobre perro abandonado bajo la lluvia.

Con Azorín, he aprendido a pasear por mi pequeño jardín. Nunca experimenté la tentación de construir una piscina. He preferido alfombrar el suelo de albero y plantar treinta árboles de hoja caduca: acacias, nogales, higueras, prunos, tilos, plátanos, cinamomos. Antes de vivir en un pueblo, desconocía el nombre de los árboles y no me preocupaba. Ahora me avergüenzo de mi ignorancia.

A la entrada de mi casa, hay dos olivos. Sus troncos son como un viejo códice. Sus pliegues parecen escritos por un monje de paciencia infinita y espíritu apacible. Gracias a Azorín, ya nunca paso de largo al deambular entre los árboles de mi jardín. Examino su corteza y sus ramas, celebro el brote de las hojas en primavera y saludo la lluvia con alborozo, pues sé que constituye una inyección de vida.

Los árboles no cesan de proporcionarme dones: frescor, belleza, frutos y, sobre todo, el canto de los pájaros que se posan en sus ramas. En verano, alborotan como niños al salir del colegio. Mirlos, palomas, gorriones, jilgueros, golondrinas, urracas y verderones frecuentan mi jardín durante las distintas estaciones. Los gorriones son los visitantes más fieles. A diferencia de las golondrinas y los mirlos, no emigran. Eso sí, de vez en cuando un cernícalo o un milano se posan en el tejado y todos los pájaros huyen, dejando un silencio inquietante.

De noche, escucho a los búhos, las lechuzas y los autillos. Su ulular evoca mis paseos veraniegos al oscurecer por el parque del Oeste. En ocasiones, me sentaba en un banco, cerca de un quiosco de música y oía el canto de un pájaro solitario. Sabía que ese instante no duraría mucho, pero comprendía que su valor perduraría en la memoria como un ejemplo de perfección. Lo perfecto es efímero y, al mismo tiempo, eterno, pues suscita recuerdos que inspiran a los poetas y los santos.

Azorín me ha enseñado a leer los clásicos de otro modo. Ahora ya no me fijo en los grandes temas, sino en los aspectos marginales o incluso en las escenas que pueden imaginarse a partir del texto. Al leer a santa Teresa de Jesús, se me viene a la cabeza la imagen de una carmelita descalza sacando agua de un pozo o dejando que la lluvia bañe sus mejillas. Si me interno en las obras de Berceo, fantaseo con la ventanita diminuta de una celda con vistas a un ciprés centenario o con un devocionario con las páginas fatigadas por lecturas recurrentes.

Pasear con Azorín me ha enseñado a mirar y vivir de otra manera. “Ayer naciste y morirás mañana —escribe Góngora—. Para tan breve ser, ¿quién te dio vida?”. En Al margen de los clásicos, Azorín comenta estos versos y reflexiona: “No sabemos lo que podrá producir el tiempo en su corriente inacabable; mas este instante, tan fugitivo, tan alado, es la flor maravillosa —¡oh hombres!— de la pretérita eternidad…”. Antes me apenaba pensar que algún día el almendro plantado enfrente de mi casa florecería y yo no podría verlo, pero ahora sé que la eternidad ya ha comenzado y que yo formo parte de ella. “Nada se pierde”, advirtió Luis Rosales. No hay que llorar por lo perdido. Todo vuelve. Nuestras vidas no son soplos efímeros, sino notas de una melodía ininterrumpida.