Con frecuencia, a Roger Federer le vienen flashes de lo que pasó el 15 de julio de este año cuando el reloj le había ganado 21 minutos a las seis de la tarde de Londres. Ese día, hace casi un mes y medio, el suizo tuvo dos puntos de partido con su saque para celebrar la victoria en la final de Wimbledon contra Novak Djokovic (8-7 y 40-15 en el quinto set), sumar su noveno título en la catedral del tenis y estirar a 21 la racha de torneos del Grand Slam que posee. Nada de eso ocurrió, porque Nole, fiero en el límite, indomable incluso estando de rodillas, rompió los dos puentes de su rival hacia la copa, destruyendo el segundo con un espectacular tiro pasante de derecha de los que no se olvidan jamás, y terminó imponiéndose 13-12 en el tie-break del parcial decisivo. Federer, claro, todavía sigue intentando digerir el golpe que le cerró la puerta de la inmortalidad en la cara.

Para olvidarse del dolor de la derrota, de largo uno de los cruces más crueles de su carrera, el tenista se refugió con su familia en una caravana, en la que recorrieron las montañas suizas durante siete días. Fueron unas vacaciones en las que el suizo se sintió perseguido por los fogonazos de la final contra Djokovic, por los dos puntos de partido desaprovechados sobre la hierba de Wimbledon, la superficie que ha alimentado sus sueños de adulto, y por la imagen de su contrario levantando un título que le habría pertenecido si hubiese tomado las decisiones correctas: con 8-7 y 40-15, Federer falló una derecha cruzada sencilla; con 8-7 y 40-30, el suizo dudó si irse a la red o quedarse atrás, y lo pagó caro, cargando con una derrota que todavía le persigue.

En su vuelta a la competición, Federer perdió en octavos de Cincinnati (contra Andrey Rublev) y se marchó a entrenarse a Nueva York. Ninguno de los favoritos llegó a la Gran Manzana antes que el suizo, motivado para ponerse en forma antes de debutar en el último grande de la temporada. Llegó la hora de arrancar y apareció Federer, desatinado y con malas sensaciones durante el arranque de sus dos primeros partidos en el torneo contra Sumit Nagal y Damir Dzhumur, obligando a rectificarse para remontar las dos primeras rondas y avanzar a trompicones.

“Cuando pasa como ahora, dos partidos malos seguidos, es muy frustrante, especialmente si el nivel es bajo, cometes tantos errores no forzados y no encuentras la energía”, dijo Federer. “Sabía que Nagal iba a ser duro, que Dzumhur iba a ser duro, lo que no esperaba era hacer 15 o 20 errores no forzados, que significa prácticamente tirar el set”, se recriminó el suizo. “Tengo que subir mi nivel para seguir adelante, pero si, solo puedo hacerlo mejor”.

A Nagal, un desconocido para la mayoría (190 mundial, sin partidos en un Grand Slam), le bastó muy poco para hacerse con la primera manga del encuentro ante el suizo. También a Dzumhur, que en un suspiro se encontró mandando 4-0 frente a un contrario descompuesto en errores que comenzó a corregir el rumbo cuando tomó la decisión de retroceder unos metros, de no pegar cada pelota encima de la línea, para encontrar primero el buen tono y después probar a hacer cosas más complicadas.

En consecuencia, Federer está en la tercera ronda del US Open, pero envuelto en un halo de vulnerabilidad evidente. Hasta ahora, el suizo no ha encontrado seguridades en Nueva York, y la explicación no es ningún secreto. Su cabeza, de momento, sigue viajando a menudo a Wimbledon.