Melbourne

A Rod Laver no se le cae el helado que se come a primera hora de la tarde porque consigue terminarlo antes de que empiece el partido. Sentado en el palco de autoridades, el legendario campeón australiano asiste a un golpe de autoridad impecable. Se juega la primera semifinal del Abierto de Australia, pero no hay pelea porque Novak Djokovic apabulla 6-1, 6-2, 3-6 y 6-3 a Roger Federer, desencajado durante buena parte del encuentro, solo salvado por su intento de remontada, anulada por Nole.

Como le ocurre con Rafael Nadal (al que engulló hace unas semanas en la final de Doha), al serbio no le vale con ganar a sus máximos rivales. Tiene que destrozarlos, pisotearlos, pasarles por encima y dar marcha atrás para asegurarse de que no van a ser capaces de mover ni un dedo. Ese el mensaje con el que aterriza en su final número 19 de Grand Slam (la jugará el domingo contra el ganador del Andy Murray-Milos Raonic), la sexta en Melbourne.

La grada recibe entusiasmada a los competidores porque conoce los precedentes (44 duelos previos, 22-22 en el cara a cara) y todo lo que hay en juego (una final de Grand Slam). Hasta que empieza el encuentro, el público está de fiesta, preparándose para un pulso que imaginan encarnizado. Pronto, sin embargo, el gentío se queda en silencio. No es un funeral, pero se parece mucho.

Llega un momento en el que los aficionados aplauden cada punto de Federer como si acabase de ganar la copa. Cuando el suizo logra su primer break del partido (con 3-2 en la tercera manga, con todo perdido), hay un estallido. Cuando gana el tercer set, el temblor del suelo supera al de un terremoto de baja intensidad. Antes, es un martirio ciclópeo.

Sin piedad

La dictadura del número uno llega a toda velocidad, como un tren que no hace paradas hasta alcanzar su destino. En el arranque, Djokovic le arrebata la elegancia a Federer. Le quita la armonía. Le destruye todas las buenas intenciones con las que el suizo se planta en el encuentro. Pasan tres minutos y Federer parece un jugador torpe, tieso como un palo. Él, un poeta con raqueta, no es capaz de construir ni una rima asonante con su tenis pálido, de capa caída.

Errático, el suizo toma un puñado de decisiones equivocadas cuando la gente aún está sentándose. No sabe si quedarse en el fondo o cargar contra la red, si pegar plano o buscar el efecto combado, si abrir la pista a lo largo o hacerlo a lo ancho. Ese es el mérito de Djokovic, hacer dudar a los genios incluso antes de empezar a jugar, celebrando la victoria sin necesidad de salir del vestuario. En 22 minutos, la primera manga es del serbio (6-1), que no tiene compasión porque no sabe lo que significa esa palabra.

Thomas Peter Reuters

El efecto del primer parcial es demoledor para el campeón de 17 grandes, como demuestra que el número tres se intente animar en alemán, una lengua a la que sólo recurre cuando vienen muy mal dadas. Federer tiene la cabeza obstruida, bloqueada porque Djokovic es demasiado incluso para alguien que lo ha visto todo en su carrera, con más de 1.000 partidos en las piernas. Si el suizo tenía alguna esperanza de ganar, queda claro que la ha perdido tras ser devorado en el set inicial.

Es un milagro que este encuentro sea suyo y para afirmar eso no hace falta ser adivino: Federer, que sufre incluso para devolver tiros sencillos, está pidiendo auxilio, que alguien le rescate de esa terrible pesadilla. El número tres juega rodeado de fantasmas que se cuelgan de su raqueta, haciéndole bromas pesadas y recordándole que su rival le está zarandeando desde la normalidad, sin tener que sufrir o hacer algo excepcional, con una calma que ya le gustaría tener al francotirador más letal del mundo. Lo nunca visto.

El serbio controla todos los detalles del juego y brilla en el más importante de todos: le quita el control de los intercambios a Federer sin pestañear. Con la iniciativa bajo el brazo, Djokovic es casi invencible. El ataque es suyo, superando al suizo en golpes ganadores en los dos primeros parciales (33-34 al final). Federer intenta irse hacia delante, encomendando a su talento la misión de frenar el vendaval. Se encuentra, sin embargo, con una colección de tiros pasantes que nacen desde posiciones inverosímiles.

A Djokovic le da igual si su oponente sube guiado por inspiración o por necesidad, casi siempre encuentra la bola adecuada para dejarle desnudo en la zona de la pista donde se ganaban los partidos cuando se inventó el juego. No es magia, es una exhibición de liderazgo. Así, y en menos de una hora (¡menos de una hora!), Djokovic ya atisba la final del Abierto de Australia, aunque todavía deba ganar un set más (6-1 y 6-2), algo que termina haciendo pese al cambio de rumbo que toma el encuentro.

Arranque de orgullo

“‘¡Apártate de mi cara!”, le grita el suizo a un cámara, entregado por completo a los demonios que le consumen por dentro. Cuando llega ese momento, el número uno ha conseguido que Federer no gane dos saques seguidos, un disparate. Entonces, el campeón de 17 grandes vuelve a la semifinal con un brillante ataque de rabia. A los 34 años, Federer tiene un arranque de orgullo que hace honor a su leyenda. Alguien que lo ha ganado todo no puede despedirse así. Tras conseguir romper el saque de Djokovic, (3-2), el número tres se pone a competir seleccionando bien sus ideas. Busca los puntos atacando, jugando de frente y sin miramientos. Gana el tercer set y le cambia la cara tras gritar al mundo entero que todavía está ahí abajo peleando.

Tyrone Siu Reuters

La semifinal muda su piel antes de empezar el cuarto set. No llueve, pero la organización del torneo decide cerrar el techo porque los nubarrones que se pasean por el cielo vienen cargados de agua. Jugar a cubierto debería beneficiar a Federer, tal es su palmarés en superficies techadas. Djokovic, sin embargo, lleva años dominando sin titubeos la gira europea indoor, que acaba con la Copa de Maestros de Londres. ¿Quién será capaz de reinar en esas condiciones? Pronto se resuelve el misterio que recorre la tribuna.

Con el partido normalizado, los rivales jugando por primera vez de tú a tú, Federer vuelve a confiar por un momento en la posibilidad de salir con vida del encuentro. Deja algunas sutilezas maravillosas y una decisión recuperada a base de corazón. Sacando para 4-4, es capaz de amarrar un punto taquicárdicado que pone a todo el mundo en pie. Djokovic, sin inmutarse, le devuelve a la normalidad: al segundo siguiente le ha roto el saque (5-3) y ha conquistado el partido casi sin celebrarlo.

El serbio, que ahora domina todas las grandes rivalidades a las que se ha enfrentado (23-22 con Federer, 24-23 con Nadal y 21-9 con Andy Murray), busca el domingo seguir dando pasos hacia el infinito: quiere su Grand Slam número 11 para acercarse a los que tienen sus máximos oponentes. No es ninguna utopía, al revés. Todo es posible jugando así.

Issei Kato Reuters

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