Melbourne

Al principio, los abanicos no paran de moverse para sofocar el bochorno. Con una sensación de asfixia tremenda, más de 33 grados de temperatura abrasando el cemento, Andy Murray y David Ferrer discuten el pase a las semifinales del Abierto de Australia entre pelotazos endemoniados y puños cerrados. Luego, y ante la amenaza de tormenta que termina descargando sobre Melbourne, se pasa a jugar bajo techo, cambiando las condiciones de juego. Tras un pulso maravilloso, rebosante de intensidad y nervio, el número dos gana 6-3, 6-7, 6-2 y 6-3 al español porque a su juego impermeable le han salido púas, equiparando la defensa con el ataque. El viernes, Murray jugará su semifinal número 18 de Grand Slam ante el ganador del Milos Raonic-Gael Monfils, que se disputará esta noche.

No pasan 10 minutos y Ferrer ya le ha hincado los dientes a la toalla, síntoma inequívoco de que algo no funciona. Pese a un arranque interesante (40-40 en el primer juego del partido, con Murray al saque), al alicantino le falta precisión en sus golpes. La rotura que le cuesta la primera manga (con 1-1) es la consecuencia de cinco errores no forzados consecutivos, cometidos en posiciones sencillas, algo increíble en un jugador que ha hecho carrera desde la fiabilidad de sus tiros. Aunque el número ocho tiene una arranque de rabia (salva bola de set con 2-5 y se procura un 0-40 con 3-5, finalmente desaprovechado), cede el parcial inaugural y la conclusión es evidente. Murray no tiene grietas, pero Ferrer tampoco hace nada especial para buscarlas y abrirlas.

“¡Vamos David!”, grita una parte de la grada porque quiere partido, pelea, que el ganador salga de un cruce de golpes ajustados. “¡Murray es el mejor sobre la tierra!”, responde la otra parte de la tribuna cantando a coro, confiando en que el número dos aproveche el impulso que ha adquirido para acelerar hacia el triunfo. El español, que se pasa buena parte de la primera manga lamentándose por las oportunidades perdidas, ataca la segunda con una decisión granítica. Se coloca 3-0 en un parpadeo (distancia perdida después), con Murray entregando su saque tras cometer una doble falta. El escocés, inteligente como pocos, lo ha visto venir. Sabe que Ferrer ya está en el partido, que se acabaron las facilidades, que si quiere ganar va a tener que superar la tortura que está a punto de comenzar.

Ocurre entonces lo previsto inicialmente. Del choque de dos jugadores que buscan la victoria desde el ritmo, nacen unos minutos de tenis vertiginoso, eléctrico y maravilloso. La intensidad alcanza niveles utópicos. Murray y Ferrer juegan de tú a tú, cocinándose las piernas en peloteos imposibles, corriendo como si les fuese la existencia en cada bola. No saltan chispas, hay un fuego encendido sobre la pista. El británico devuelve pelotas a las que cualquier otro no llegaría ni en un cohete, exhibiendo la fortaleza de su capacidad defensiva. El español, que tiene bola de set al resto (5-4, 30-40) acompaña cada golpe con un aliento que viaja desde las profundidades de su cabeza. Cada bola suya va marcada con un mensaje dirigido a Murray que aprecia todo el mundo: puedo perder, pero voy a perder mirándote a los ojos.

“¡Paren la música, por favor!”, grita entonces la juez de silla, porque el encargado de controlar la megafonía se ha descentrado en mitad del espectáculo, tal es el nivel del duelo. Se juega el desempate de la segunda manga y los oponentes están empapados en sudor, desgastados porque el esfuerzo es titánico. Murray lo paga primero enviando al limbo una volea que podría haber metido con los ojos cerrados (1-4 se coloca su rival) y aunque consigue recuperarlo (5-5) termina inclinándose, mirando cómo el español celebra que el encuentro está empatado.

Superadas las dos horas, Ferrer pasa un mal trago intentando digerir el peaje físico (que también es emocional) de abrochar el segundo parcial. Su contrario, que lo huele, le rompe el saque de entrada en la tercera manga (2-0). Entonces, comienza un partido completamente nuevo. “¡No llueve!”, se queja el español cuando le avisan de que van a cerrar el techo, alertada como está la organización del torneo de la tormenta que se avecina, que tardará más de 30 minutos en descargar. De repente, el pase a las semifinales se pelea a cubierto, con todo lo que eso supone (juego más rápido, sin sol ni viento que moleste a los jugadores). Aunque en la reanudación el alicantino tiene varias opciones para recuperar el break, Murray las anula fiado a su saque y le echa el lazo a medio encuentro.

Ferrer, durante toda la tarde empecinado en cargar sus tiros sobre el revés de Murray, buscando explotar su derecha invertida, acaba estrellándose contra su propio ímpetu: aunque recupera un 0-2 en la cuarta manga, cede el encuentro, obligado a tomar decisiones precipitadas (23 ganadores por 54 errores no forzados) por la exigencia a la que le somete el británico. Se marcha, en cualquier caso, con una ovación cerrada. Su forma de entender la competición debería ser asignatura obligatoria para todos los que se embarquen en la aventura de pelear por ser jugadores de tenis.

A Murray, que irremediablemente olfatea la final porque desde ya es el candidato a ganar su próximo partido, le queda una satisfacción y un reto que van unidos. En sus piernas, muy culpables de la victoria ante Ferrer, está la llave para aspirar a todo en Melbourne. Su cabeza, no obstante, tiene la última palabra.

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