Un momento de La Flauta Mágica, de Mozart, en el Teatro Real.

Un momento de La Flauta Mágica, de Mozart, en el Teatro Real. Javier del Real

Escena ÓPERA

La Flauta Mágica, la ópera de Mozart que no pasaría el examen del pin parental

El Real repone con éxito una brillante producción que mezcla una comedia para todos los públicos, la exaltación de la Ilustración y una fiesta masónica.

20 enero, 2020 02:20

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Tan solo dos meses antes de morir en diciembre de 1791, Wolfgang Amadeus Mozart estrenó La Flauta Mágica, su última ópera que desde este domingo se puede ver en el Teatro Real. En realidad, se trata de un singspiel, un género popular medio cantado, medio hablado, primo de la zarzuela. No fue un encargo para un notable, como muchas de las obras anteriores del genio nacido en Salzburgo, ni una ópera seria, sino que se estrenó en un pequeño teatro comercial de Viena como una composición diseñada en total libertad, con vocación popular y con la esperanza de ser un gran éxito en taquilla, como así fue. 

No se trataba de una obra más ni, por supuesto, de un mero producto para la venta. Tanto Mozart como el libretista, Emanuel Schikaneder, un hombre multiusos del teatro (empresario, actor, compositor y cantante), se involucraron al máximo hasta crear una de las óperas más importantes aun hoy, más de dos siglos más tarde. Shikaneder hizo de Papageno, el personaje más popular, que hace reir a carcajadas. Mozart dirigió la orquesta y hasta una cuñada suya, Josepha Hofer, hizo de Reina de la Noche. Por lo que Mozart escribió tras el estreno, se lo pasaron por lo menos tan bien como el público, que llenó las funciones durante una buena temporada. 

Esa troupe de artistas que saboreó el éxito con una comedia divertida y melodías icónicas también dejó plasmada su manera de ver el mundo, condicionada por las ideas de la Ilustración, el rechazo de la tiranía en una Europa que aún contenía el aliento ante la Revolución Francesa o la influencia de la masonería. La ópera está plagada de referencias masónicas, desde los ritos y pruebas iniciáticas, la simbología, la búsqueda de los sobrenatural a través de la razón o el omnipresente número tres, que ya se deja ver en el primer segundo de la obertura, con tres grandes acordes. No en vano, compositor y libretista eran masones. 

Como otras óperas de Mozart, en la Flauta Mágica hay una honda y novedosa reflexión filosófica y política (en tiempos de los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico), un espejo de las corrientes más avanzadas, un prólogo de lo que acabaría siendo trending topic y, por supuesto, un escándalo para los reaccionarios que entendiesen la complejidad de la obra. Todo ello combinado con una comedia de melodías pegadizas que cualquiera podría silbar la mañana siguiente, nada más poner un pie fuera de la cama, preguntándose de dónde las ha sacado.

En otras palabras: lo que hoy algunos llamarían puro adoctrinamiento (para los que no puedan soportar que se hable de la Ilustración o se evoque la masonería) y otros sencillamente un discurso artístico. Es evidente que una obra como la Flauta Mágica, cuyas tripas dan para un sinfín de clases de historia, música o filosofía en cualquier programación de bachillerato, no habría pasado el examen si se hubiera sometido en su época a lo que hoy se ha dado en llamar un pin parental. Sin duda habría quien aceptaría la música pero reivindicaría su libertad de conciencia y su derecho a objetar para no contaminarse de lo que dice la letra. ¡Pobre del profesor que se atreviese a explicar su subversivo sentido global!

Anett Fritsch (Pamina) y Andreas Wolf (Papageno), durante la representación.

Anett Fritsch (Pamina) y Andreas Wolf (Papageno), durante la representación. Javier del Real

Cine mudo y colorido audiovisual

La versión que este lunes se pudo ver en el Teatro Real, una producción original de la Ópera Cómica de Berlín de 2012, conserva todos esos elementos gracias a una puesta en escena refrescante y visualmente muy atractiva. La obertura suena con el enorme telón bajado e iluminado. Cuando se levanta, lo que aparece es una pantalla blanca en la que los personajes actúan a toda velocidad, coordinando sus movimientos con proyecciones (animales, mobiliario, objetos fantásticos, palabras) sin que haya ningún elemento físico. Los gags se suceden, cada cual más original, dándole ritmo a la obra, que se mueve todo el rato entre el simbolismo de la luz y la oscuridad. 

Es la segunda vez que se en el Real ve la misma producción, que firman Suzanne Andrade, Paul Barritt y Barrie Kosky, y que ya tuvo un gran éxito en 2016. Parte del secreto está (además de en las enormes posibilidades dramáticas de la obra) en la agilización de las partes habladas, que se comprimen al máximo hasta dejar sólo las frases imprescindibles, sobreimpresionadas en la pantalla como si se tratase de una película de cine mudo.

No faltan personajes que se inspiran en Buster Keaton (Papageno), el Nosferatu de Murnau (Monostatos) o la actriz Louise Brooks (Pamina) en un ambiente eminentemente chapliniano. Pero también hay excelentes animaciones que evocan el pop art o los dibujos animados, con la Reina de la Noche como una enorme araña. El derroche de proyecciones se combina con unos cantantes de precisión milimétrica en sus movimientos, de forma que todo está perfectamente engrasado. Funciona tanto para aquellos que quieran acudir con sus hijos a reírse un rato como para los que además quieran ir a pensar. Todo casa, como si Mozart hubiera vivido sus míticas juergas en un cabaret del Berlín de los "felices años 20" del siglo pasado. 

El concepto de la producción es brillante, pero la dirección musical de Ivor Bolton, un experto en el repertorio, no está a la zaga. Es todo un espectáculo ver mover las manos al maestro inglés, que no utiliza batuta. Canaliza desde el comienzo la electrizante energía de Mozart a través de sus espasmódicos movimientos (a veces pareciera estar bailando flamenco), pero obteniendo como resultado un sonido claro, sin estridencia alguna, vibrante pero contenido y perfectamente sincronizado con los cantantes. Los desajustes son mínimos (en esta ocasión, sobre todo, en los vientos) y quedan más que compensados por el trabajo global de la orquesta y, por supuesto, por la ebullición constante del escenario. 

Stanislas de Barbeyrac (Tamino), Andreas Wolf (Papageno) y Elena Copons, Gemma Coma-Alabert, Marie-Luise Dreßen (Tres damas).

Stanislas de Barbeyrac (Tamino), Andreas Wolf (Papageno) y Elena Copons, Gemma Coma-Alabert, Marie-Luise Dreßen (Tres damas). Javier del Real

El reparto es más que correcto, pero no tan sobresaliente como la puesta en escena o la dirección musical. El tenor Stanislas de Barbeyrac tiene una voz limpia y agradable y va claramente de menos a más. Andreas Wolf (Papageno) cumple con el exigente Papageno, primario, emotivo y cómico. Destacó la Pamina de Anett Fritsch, de voz sólida, solvente y moderna, y se agradeció el esfuerzo de Rocío Pérez (La Reina de la Noche), que asumió el estreno tras las bajas de las otras dos sopranos que en distintos momentos estuvieron programadas. El Real la eligió con acierto y está llamada a vivir noches de gloria sobre el escenario, aunque quizás los nervios o la intención de no arriesgar deslucieron un poco su ária más icónica, de gran complejidad (Der Hölle Rache). 

No se perdieron la cita el ministro de Transportes, José Luis Ábalos, el secretario general de la Presidencia del Gobierno, Félix Bolaños, la consejera de Cultura de la Comunidad de Madrid, Marta Rivera de la Cruz, el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa y su esposa, Isabel Preysler, el ex primer ministro francés y concejal en Barcelona Manuel Valls, el arquitecto Rafael Moneo, periodistas como Pedro J. Ramírez [director de EL ESPAÑOL] o Iñaki Gabilondo, entre otras muchas personalidades.