Generalmente y en nuestra sociedad, para que una persona opine sobre determinado tema o cuestión, sondea de forma tenaz el clima de opinión y analiza cual es la posición de la mayoría al respecto para valorar qué relación gradual atesora su opinión respecto a la del espacio público u opinión pública. En muchas ocasiones cuando esa opinión se encuentre en minoría frente a la opinión pública y mayoritaria, el miedo al rechazo y al aislamiento producirá que la persona prefiera ahorrarse su opinión. Y guardar silencio. Es lo que la politóloga nazi Noëlle Neumann teorizó en 1977 como La espiral de silencio.

El clima de opinión generado por los grandes medios de comunicación estimula al individuo si se acerca a la opinión mayoritaria y le cohibe y coarta si forma parte de la minoría. Ello explicaría, de forma cristalina, cómo ciertas tendencias políticas llegan a implementarse pese a tratarse de un despropósito evidente. Neumann lo sabe bien: con 19 años se alistó en el partido nazi y militó activamente publicando distintos textos en favor del Reich destinado a durar mil años, pecadillos de juventud que en ningún caso evitaron que posteriormente obtuviera su cátedra en la Universidad Gutenberg de Mainz en 1964.

A veces la izquierda española peca de ingenua cuando se empeña en recordarnos que en Alemania hubo una ruptura completa con el nazismo, a diferencia de aquí con el franquismo. Si hasta un conocido miembro del partido nazi, Kurt Georg Kiesinger, llegó a canciller de la RFA, pero eso es otra historia.

La culpa de la izquierda

Esta semana, varias mujeres en Twitter han confesado que, en resumidas cuentas y hablando en plata, Lectura fácil de Cristina Morales les parece una mierda de libro. Hablan de salida del armario, de confesión íntima, de que «quizá es que soy una rancia». Los comentarios han ido sucediéndose y los argumentos también, pero en la mayoría se percibe cierta culpa, de hecho la palabra “culpa” aparece en varios tweets: «Siempre he pensado que era culpa mía», «me he sentido culpable». Pero el tweet que mejor resume el fenómeno lo ejecuta una usuaria llamada Irene: «Me reconforta bastante esto. Me había atrevido a decirlo en Instagram pero no aquí (Twitter). Y gracias a ellas ya no me siento tan incomprendida». La espiral de silencio saltando en pedazos delante de nuestras narices.

No he leído el libro y no puedo opinar pero mi opinión no es lo importante, ni la tuya, ni siquiera la opinión que esas tuiteras concretas tienen sobre Lectura fácil de Cristina Morales: la cosa no va sobre si el libro es bueno o no, el asunto capital de la cuestión es cómo operan ciertos consensos en la izquierda y el miedo que existe a ser señalado/a en determinados espacios. La espiral de Neuman en todo su esplendor con un ejemplo de libro (nunca mejor dicho): es un libro feminista, de una feminista, de izquierdas, una de las nuestras (joder, si hasta llamaba a quemar contenedores) que además ha triunfado y trascendido a la propia izquierda obteniendo uno de los más altos galardones de las letras españolas.

De alguna manera, estamos obligados a que nos guste. Y que una mujer adulta, feminista, de izquierdas y con prestigio intelectual (como muchas de las tuiteras que comentaban su decepción con el libro), opinen con cierto miedo y sensación de culpa sobre determinado producto cultural que ha generado un consenso tan rotundo, debería hacernos reflexionar. No es la dictadura progre que decía Abascal y sobre la que insistieron Def con Dos, no se trata del advenimiento de lo políticamente correcto que vaticinan a diario los Lenore y Soto Ivars, la cosa es algo más compleja y tiene que ver con nuevas formas de [auto]explotación en el trabajo y nuevos modos de producción, con cómo el capitalismo ha colonizado todos los espacios de la vida.

La espiral de Neuman existía incluso antes de ser teorizada y aparece de forma simultánea al nacimiento de la opinión pública. Pero la aparición de Internet y el desarrollo e implantación de las redes sociales, la han dotado de una nueva dimensión que va mucho más allá. En el capitalismo digital no existe una sola opinión pública moldeada por los grandes medios sino que encontramos multitud de opiniones generales y consensos, de tipo ideológico, generacional o cultural. Un capitalismo digital o líquido que ha hecho –vía redes sociales– que muchos trabajadores, especialmente periodistas, artistas, ilustradores, editores, escritores y todo tipo de oficios vinculados con lo creativo y la sobreexposición en redes, se topen con jornadas de trabajo que nunca terminan, pues las redes sociales no cierran al terminar el día.

Una empresa de carne y hueso

En la edad dorada del periodismo, el columnista entregaba su artículo o columna y salía por la puerta cuando terminaba su jornada laboral. Y se iba al bar, a bailar o al cine, hoy escribir la columna es sólo el primer paso de un interminable proceso: una vez publicado el artículo tiene que promocionarlo en todas su redes, darle visibilidad, cerciorarse de que se está viralizando lo suficiente (lo suficiente para que no lo echen), leer si lo comentarios están siendo buenos o malos. Volver a colgarlo cuando pasen unas horas prudenciales. No existe horario, la jornada laboral no existe, sabemos la hora a la que empieza pero no a la que terminará y promocionarse a uno mismo como sujeto-empresa abierta las 24 horas, se convierte en inevitable.

Todas estas tareas de permanente promoción personal las hace mientras saca al perro, prepara la cena o se fuma el cigarrillo de después de. El sueño húmedo de Adam Smith: agentes libres que compiten en un mercado que, como los grandes flujos de capital, nunca descansa y corre y corre las 24horas al día los 365 días del año. Las redes son at infinitum.

Y el mismo proceso se da en un cantante, un escritor, un diseñador gráfico o un editor. Y cuando no estés contando angustiado el número de likes de tu último curro, vende en Vinted esa chaqueta que ya no te pones o alquila el balcón de casa por 500 euros. Emprende. Sé empresario las 24 horas del día, dinero parado no es dinero, la empresa eres tú, una empresa de carne y hueso llena de ilusiones y sueños, el autoempleo es la piedra filosofal, recuerda siempre que Bill Gates empezó en un garaje y Patricia Botín de cero. Esfuérzate. Sonríe. Y señala a esta panda de vagos que sólo quiere vivir de papá Estado. Parásitos.

Networking los domingos

En realidad la actual fase capitalista es quizá la más pura en un sentido clásico y liberal: el sistema nos recuerda constantemente que no quiere trabajadores asalariados sino emprendedores, autónomos, agentes libres. A un trabajador hay que pagarle todos los meses, incluso si se pone enfermo o cuando no viene a trabajar en su mes de vacaciones. Tienes que comprarle un uniforme, dotarlo de herramientas, pagarle un seguro médico. Gastos, gastos y más gastos. Fijémonos en los países más avanzados: Banglasdeh tiene una tasa de autoempleo del 74%, nos lleva años de ventaja. Por su parte Uganda y Botswana son los países con mayor tasa de mujeres emprendedoras, que aprendan todas esas feminazis que quieren parasitar el Estado con sus chiringuitos. Seamos como Uganda, coño. ¡Abajo el trabajo asalariado! (eslogan anarquista de principios del siglo XX que hoy gritan neoliberales de toda índole y condición).

Domingo por la mañana. Una escritora sube una foto con otra escritora y el editor de ambas haciéndose unos vinos. Puede parecer algo desenfadado y tiempo de ocio, incluso postureo, pero en realidad es trabajo, no remunerado pero tiempo y fuerza de trabajo. El término apropiado sería Networking; construir una red de contactos en espacios aparentemente dedicados al ocio (un café, unos vinos, una presentación de un libro) que sirvan para generar oportunidades tanto de negocio como laborales. Una versión 2.0 de las cacerías franquistas que tan bien reflejó el maestro García Berlanga o el mamoneo de toda la vida con un filtro de Instagram pero igual de decadente. 

Y aquí reside la clave de Lectura fácil y el miedo a decir en público que te pareció una mierda: las redes sociales son el escaparate de nuestro yo-empresa. Twitter es para muchas usuarias y usuarios, un permanente networking donde proyectarse y publicitarse, romper ese consenso podría hacer que ya no te llamen para esa charla en la facultad, para ese artículo en el diario digital de izquierdas o para ese libro colectivo; nadie quiere tener cerca a disidentes, a malas feministas o a tocapelotas en general.

Marginar a los disidentes

De ahí que se perciba cierto miedo y cautela en algunos Tweets, por un lado está el miedo al linchamiento, por otra parte y también es un miedo real, el miedo a perder oportunidades en ese Networking gigantesco que es Twitter (“me atreví a decirlo en Instagram pero no en Twitter”, decía una usuaria). De hecho una cosa que me asombra es la capacidad de algunos columnistas, escritores, editores o músicos de izquierdas, para eludir el conflicto y permanecer en una neutralidad ciertamente asombrosa; feministas pero no mucho, antifascistas pero no demasiado, veganos de los que nunca molestan. En las antípodas de esto encontramos a Cristina Morales, haciendo gala de una radicalidad sin ambigüedades ni medias tintas que, sea su libro bueno o malo, es de agradecer.

Las redes sociales no son un espacio neutro como al principio nos vendieron. Facebook era ese lugar en el que encontrar a antiguos compañeros de colegio o instituto, a antiguos compañeros de trabajo a los que les habías perdido la pista o incluso para ligar con antiguos amores que no pudieron ser. Hoy es un enorme tablón publicitario en el que regalamos nuestros datos, gustos y preferencias a las grandes empresas trasnacionales.

Twitter no es la barra del bar

Por su parte Twitter, –que se nos vendió como una especie de ágora pública en el que todo el mundo podía dar su opinión y agilizaba la información de forma casi instantánea–, se ha convertido en un espacio laboral, en un enorme co-working. Y de la misma forma que en una oficina no diríamos algo que incomodara a los jefes o algo inapropiado delante de unos clientes, en Twitter hacemos lo propio. Twitter no es la barra del bar (en la barra del bar despotricamos del jefe o del cliente a placer y con saña) sino todo lo contrario: una oficina llena de cámaras y miles de ojos que nos vigilan las 24 horas del día.

Twitter como entorno laboral. Y todos sabemos que los entornos laborales no son neutros: están jerarquizados y basados, por definición, en una relación de dominación. Un usuario indignado (y con razón) subía a Twitter el DM que una empresa le respondió y que explica muchas cosas: «Tu trabajo (como ilustrador) es bueno pero no tienes suficientes seguidores».

Es sencillo, si tienes followers tienes curro, si no los tienes, al paro. Y claro, la manera de obtener followers va desde la hipersexualización (enseña un buen culo normativo y verás cómo suben) hasta la violación completa de la intimidad y lo privado: es de lo más común encontrarse a gente por esta red social contando cosas que, en teoría (o en el capitalismo fordista del trabajador asalariado y no del emprendedor) únicamente contaríamos al psiquiatra, al médico o a un familiar o amigo muy cercano.  Aumentar followers es lo único porque followers es trabajo y, aunque algún post-obrerista despistado opine lo contrario, el trabajo sigue siendo el eje central de nuestras vidas. De hecho es bastante habitual cuando una persona realiza un Tweet que se vuelve viral, colocar acto seguido su cuenta de Instagram: podéis seguirme aquí también. La postmodernidad era esto, José Carlos.

Quizá hoy, aquellos anarquistas de principios del siglo XX no gritarían "¡Abajo el trabajo asalariado!" (eso lo gritan los grandes poderes económicos cada vez que nos dicen que emprendamos); gritarían "¡Abajo internet!" Hasta abolir las redes sociales, fuente infinita de dominación, escarnio y decadencia.

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