Pues sí. Está bastante claro que no son ‘Modern family’, ‘Shameless’ o ‘Cómo conocí a vuestra madre’, pero tampoco hace falta enchufarse a la americanada de turno teniéndolos a ellos enfrente. Nos basta y nos sobra con la multitudinaria vecindad de Mirador de Montepinar, la ingobernable peña de ‘La que se avecina’, para guarecernos cada martes bajo la techumbre de su desternillante sociología de mercadillo.

Uno de los pocos productos de la parrilla de Telecinco que salvaríamos de la quema.

Seguimos estando ahí, presidentes y curritos, reflejados en una pantalla de plasma, por mucho que queramos negarlo. En días de vino, rosas y selfies catódicos en los que cabe España entera. Sin excepción. Quizás porque todos llevamos dentro, en realidad, a un relamido y avezado chupador de cabezas de gambas caducadas tras la eterna cola de Mariscos Recio. O porque en el interior de cada español quedan, ultrafosilizados por decreto, los restos del ADN ‘follador vividor’ que antes de la superglaciación formaban parte del genoma neandertal celtibérico.

O porque somos eso, y nada más que eso: una astracanada. Puro descontrol. El esperpéntico fulgor de ese macroespejo deformante que denominamos televisor. Simios encorbatados que acabamos de abandonar las palmeras para asistir a belicosas juntas extraordinarias en las que poder efectuar el cerramiento de nuestras terrazas.

De España como comunidad de vecinos a la eterna greña con derrama sangrienta como ‘unhappy end’. Mandanga ‘style’ a jornada completa. Porque, aunque ahora no queramos reconocerlo, formábamos parte de esa famélica clase media con ínfulas novorriquistas que tan bien muestra la serie y que, hoy por hoy, está a punto de agonizar. Somos el producto nacional bruto (¡y tanto que bruto!) de una pertinaz burbuja inmobiliaria.

Resulta que no era tan difícil. Nueve temporadas, más de 110 capítulos y un cambio de productora dan buena cuenta de ello. Basta con reunir a un equipo de guionistas que vayan más allá del ‘caca-culo-pedo-pis’ al que nos tienen malacostumbrados y ponerlo al servicio de una nutrida cuadrilla de actores dispuestos a dar lo mejor de sí mismos en cada escena.

Nunca me cansaré de elogiar al secundario español, esa especie en vías de extinción que tanto bueno ha dado, desde tiempos de Berlanga hasta hoy, al cine y la televisión españoles. Celebraré, una y otra vez, que queden actores dispuestos a morir con tal de robar un plano, uno más, antes de marcharse a casa. La lista es larga, y no resulta fácil quedarse con el mejor de ellos: José Luis Gil, Jordi Sánchez, Fernando Tejero, Vanesa Romero, Nathalie Seseña, Eva Isanta, Nacho Guerreros, Ricardo Arroyo, Antonio Pagudo, Pablo Chiapella… Todos ellos, sin poner falta a ninguno. Los que estuvieron y ya no están. Los que se suman cada semana a esta 13 Rue del Percebe de la incorrección política y desfasado cachondeo. ¡Pero si hasta Paz Padilla logra que nos olvidemos por un rato de su ‘Sálvame’ en preconcurso de acreedores cuando interpreta, con violencia descontrolada, a esa ‘Chusa’ que es carne de yonquilata!

Amador Rivas (junto a su hermano Theo), Enrique Pastor y Antonio Recio. Tres personajes, tres, que han encontrado, sin apenas proponérselo, a sus actores idóneos. Tres prototipos de macho ibérico puestos al servicio de una ficción que supera, con creces, la cruda realidad española. Por no hablar de Fermín Trujillo, ese ferocísimo ‘espetero’ capaz de travestirse y freír un montón croquetas para levantar el ánimo de su consuegro. Desde luego que el que no sienta ni un gramo de empatía, o cercanía, por esta tropa, es porque no vive aquí, sino a las afueras de Wisconsin.

Confiemos en que les quede mecha para facturar, por lo menos, un centenar de capítulos más. Aunque sólo sea en memoria de aquellos tiempos, no tan lejanos como podamos suponer, en que los cómicos de la legua tenían prohibida su cristiana sepultura en los cementerios patrios. Aunque sólo sea en la desmemoriada memoria de un as del humor llamado Luis García Berlanga.