Si es cierto eso que dicen de que la parrilla televisiva de toda nación más o menos desarrollada resulta ser fiel mejor reflejo de sí misma (o sea, que la tele se reconvierte, por obra y gracia de la sacrosanta audiencia, en un indicador sociológico de primera mano; o en una especie de espejito mágico que, como le ocurría a la malvada madrastra del cuento, no siempre nos dice lo que queremos oír), entonces, ya podemos subirnos todos a ‘La Loca’ (es decir, al Seat 1430; apodado así por un defecto en el tubo de escape, que le hacía petardear igual que una desequilibrada, aunque fuesen coches tan fáciles de robar) de ‘El Torete’, como si fuera el auto de papá que tanto juego dio a Gaby, Fofó, Miliki y demás payasada setentera, y acelerar como si no existiera un mañana al que regresar. Nunca. ‘Never’. ‘Nie’. ‘Jamais’.

Sin embargo, es lo que toca. Regresar, siempre. Por decreto televisivo. Volver, de golpe y porrazo, a aquellos nada maravillosos años, sin demasiada épica, pero repletos de quinquis verbeneros. ‘El Torete’ y ‘El Vaquilla’. Ellos fueron, durante un chorrón de años, nuestra ‘otra’ fiesta nacional. Nuestros Batman y Superman, aunque unidos por el buen rollito choricero. Los únicos superhéroes de barrio que fuimos capaces de facturar antes de meterlos en La Modelo y tirar la llave al fondo del mar. La España tarantiniana, sentimental, prebankiana, ratonil y sandunguera dejó, para nuestro disfrute, una filmografía completa el rincón cañí del videoclub.

Y el caso es que siguen aquí, entre nosotros. Nunca se fueron. Nos dan, con su catódica presencia, una lección de memoria ‘histérica’ de la que tenemos mucho que cavilar. Los de Paramount Channel, el único canal de televisión que emite películas en abierto las 24 horas del día en nuestro país y que el pasado sábado celebró su cuarto aniversario, lo tienen bastante claro: ‘Perros callejeros’, filme que en 1977 rodó José Antonio de la Loma y protagonizó Ángel Fernández Franco, alias ‘El Torete’, primera entrega de una trilogía dirigida en su totalidad por el mismo director, es la cinta más vista de la historia del canal con 1.018.000 espectadores y un 5,2% de ‘share’. Y a punto estuvo de ser también la película más vista en la TDT de todo 2015, superada tan sólo por otro fenómeno, aunque mucho más reciente, el de ‘Ocho apellidos vascos’, que se emitió en FDF el 18 de noviembre con 1.020.000 espectadores y un 6,2% de ‘cuota de pantalla’. ¿Eh? Y, ahora, ¿qué? ¿Cómo se os queda el cuerpo?

La España desgobernada del año 2016 elige, a través de su mando a distancia (ejercicio democrático válido donde los haya), a aquellos antihéroes de la España ochentera que finiquitaron la Santísima Transición a golpe de ‘tirón’ y ‘atraco-a-las-tres’ en la sucursal bancaria de moda. ‘El Torete’, mítico delincuente que se interpretaba a sí mismo en la trilogía que impulsó el cine quinqui en nuestras pantallas, es nuestro Clint Eastwood particular. Nuestro Wesley Snipes. Nuestro Denzel Washington. Nuestro Christian Bale. Eso sí, seamos razonables: las películas, vistas hoy, con la distancia y la contundencia que impone el paso del tiempo, resultan mortalmente aburridas, trasnochadas, rarunas, antediluvianas.

No obstante, hoy por hoy, casi cuarenta años después, seguimos exactamente igual. Instalados en el rincón más oscuro del gallinero del cine de nuestro barrio sésamo y apurando la bolsa de palomitas mientras asistimos, boquiabiertos, a lo que acontece dentro de la pantalla. Embobados por la ficción. Hartos de tanto chorizo de baja estofa y de concejalía chunga, apostamos por los de verdad. Por aquella muchachada que salió a la calle, a cara descubierta y empuñado una ‘recortá’, para mostrarse a cuerpo porque ya era hora. Esa fue la verdadera Movida Ochentera, digan lo que digan ahora sus estúpidas gurús. La que puso en solfa a los ‘grises’ y reseteó la sórdida España posfranquista al ritmo de Los Chunguitos (mucho antes de que fuesen pasto de ‘realities’, ‘of course!’). La España que se anticipó a los vitriólicos debates de ForoCoches y de ‘El gato al agua’. La España nuestra. La España de siempre. La que sigue aquí. Tan perra y callejera como ayer. La que, por lo visto y sobradamente zapeado, nunca se irá.