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Las claves

La tragedia de Chernóbil marcó para siempre la madrugada del 26 de abril de 1986. Una explosión en el reactor número cuatro liberó una enorme cantidad de radiactividad y desencadenó la mayor catástrofe nuclear registrada. Treinta y una personas murieron de inmediato y cientos resultaron heridas en un escenario que puso en evidencia la fragilidad del sistema soviético.

La zona que rodea al reactor quedó convertida en un territorio contaminado que aún hoy mantiene restricciones de acceso. A pesar de ello, la naturaleza no desapareció del todo. Con el tiempo han surgido organismos capaces de prosperar en ese ambiente extremo y han abierto un capítulo inesperado en la historia biológica del área.

Uno de los hallazgos más llamativos se produjo cuando un equipo de la Academia Nacional de Ciencias de Ucrania accedió al refugio del reactor. Allí encontraron treinta y siete especies fúngicas que sobrevivían en condiciones extremas, consideradas incompatibles con la vida. Muchas eran oscuras y ricas en melanina, un pigmento asociado a la protección frente a la radiación.

Entre todas ellas destacó Cladosporium sphaerospermum, un hongo negro que resistía niveles muy altos de radiactividad sin mostrar signos de deterioro. Su comportamiento despertó un interés especial porque parecía desarrollarse con normalidad en un entorno que, en teoría, debería destruir sus estructuras celulares. La levadura Wangiella dermatitidis mostró una respuesta similar, con un crecimiento que incluso mejoraba bajo radiación ionizante.

Las investigaciones se centraron en el hongo negro por su comportamiento peculiar. La radiofarmacóloga Ekaterina Dadachova y el inmunólogo Arturo Casadevall, del Albert Einstein College of Medicine, observaron que la radiación estimulaba su crecimiento. Esta reacción llevó a plantear la radiosíntesis, un proceso que recuerda a la fotosíntesis aunque utiliza una energía distinta para favorecer el metabolismo del hongo.

La hipótesis sostiene que la melanina absorbería la energía de la radiación ionizante y la transformaría en un recurso útil para la actividad biológica del organismo. Todavía no se ha demostrado completamente cómo obtiene una ventaja metabólica real, aunque la idea ha generado un debate científico notable por su posible aplicación futura.

Después de los hongos, el ecosistema extremo ofreció un segundo ejemplo inesperado. Un equipo dirigido por la bióloga Sophia Tintori, de la Universidad de Nueva York, estudió nematodos recogidos en distintos puntos de la zona contaminada. Eran gusanos microscópicos que vivían sin señales de daño genético, algo sorprendente en un entorno saturado de radiación.

Los investigadores analizaron distintas poblaciones de Oscheius tipulae y compararon sus genomas con los de ejemplares provenientes de otros países. Los gusanos de Chernóbil presentaban diferencias geográficas, aunque ninguna alteración compatible con un ambiente mutagénico. La ausencia de daños visibles sugiere que podrían haber desarrollado mecanismos de protección aún desconocidos.

El hallazgo ha despertado interés en biomedicina. Comprender la tolerancia de estos nematodos a los agentes que dañan el ADN podría ayudar a explicar por qué algunas personas son más vulnerables a los carcinógenos que otras. El estudio, publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences, abre una vía de investigación con posibles implicaciones médicas.

La doble cara de la radiación

El comportamiento de estos organismos resalta aún más si se compara con la vulnerabilidad humana frente a la radiación ionizante. Esa energía puede romper moléculas esenciales, dañar tejidos y alterar el ADN. La exposición elevada resulta incompatible con la vida y obliga a extremar la protección, tal como demostraron las secuelas sanitarias y las reubicaciones masivas tras el accidente de Chernóbil.

La medicina ha aprendido a utilizar esta agresividad con un propósito terapéutico. La radioterapia se aplica en el tratamiento del cáncer mediante altas dosis de radiación que buscan destruir o frenar el crecimiento de las células malignas. Tal como recuerda la Asociación Española Contra el Cáncer, el procedimiento consiste en “utilizar radiaciones ionizantes para destruir a la célula tumoral”.

El Organismo Internacional de Energía Atómica recuerda que en radioterapia se emplean distintos tipos de radiación ionizante, desde rayos X y rayos gamma hasta electrones de alta energía o partículas pesadas. El objetivo es dañar el ADN de las células cancerosas y reducir el tumor, ajustando la dosis para limitar al máximo el impacto sobre los tejidos sanos.

El Instituto Nacional del Cáncer explica que, en dosis altas, la radioterapia destruye las células cancerosas o ralentiza su crecimiento al lesionar su material genético. Cuando el ADN queda dañado de manera irreparable, las células dejan de dividirse o mueren, y el organismo acaba eliminándolas. Este proceso puede prolongarse durante semanas después de finalizar el tratamiento.

En dosis bajas, la radiación se utiliza en técnicas de imagen como las radiografías para observar el interior del cuerpo sin cirugía. En dosis altas genera un daño irreparable en las células tumorales, que terminan por dejar de multiplicarse. Esta diferencia entre usos diagnósticos y usos terapéuticos muestra la complejidad de una misma energía aplicada de maneras muy distintas.

La radiación que obliga al ser humano a mantenerse alejado de Chernóbil es la misma que el hongo del reactor parece transformar en un recurso aprovechable. Este contraste recuerda que la vida adopta caminos inesperados cuando se enfrenta a un entorno extremo. La biología continúa abriendo preguntas en un escenario que parecía condenado al silencio después del accidente nuclear.