A fecha del pasado viernes, en España había seis millones de ciudadanos a los que se había administrado la pauta completa de vacunación y por lo tanto, en un altísimo porcentaje, se podían considerar inmunes a la Covid-19. Tamaño éxito de la ciencia y la burocracia no deja de esconder una realidad que no podemos orillar sin más porque nos incomode: aún hay 41 millones de españoles por vacunar -34 millones no han recibido siquiera una sola dosis- y que, en consecuencia, siguen expuestos a un virus con una alta letalidad y una altísima tasa de hospitalización.

Cada 14 días, 95.000 personas se contagian o, más bien, dan positivo en una prueba diagnóstica, que no es exactamente lo mismo. Damos por hecho que sigue habiendo asintomáticos que nos pasan bajo el radar y que pueden contagiar a terceros. Es un nivel de transmisión muy alto para aspirar a la normalidad, que es lo que parece que busca el levantamiento del Estado de Alarma. Digo "parece" porque cada autonomía se lo ha tomado a su manera: en la Comunidad Valenciana, la región con menos casos de todo el país, han conseguido que los jueces avalen el toque de queda durante dos semanas más. En País Vasco, la región con más contagios desde hace semanas, los jueces han tumbado la propuesta del gobierno de Íñigo Urkullu.

En algunas comunidades, aun sin estado de alarma como tal, se fija el cierre de cualquier tipo de hostelería hasta las doce y en otras, como Andalucía, se permite que las discotecas -lugares cerrados, donde la gente canta y bebe y por lo tanto se quita y se pone, en el mejor de los casos, la mascarilla- abran hasta las dos de la madrugada. No hay consenso y eso es peligroso. Las imágenes de fiestas espontáneas por las calles de la noche del sábado al domingo indignaron a mucha gente pero son hasta cierto punto anecdóticas. Las multitudes no eran tantas y los espacios abiertos apenas son contagiosos. Lo peligroso es disolver esos grupos y que acaben en casa de alguien celebrando igual pero sin control alguno ni ventilación suficiente.

Comparación de España y Francia.

Durante semanas, estuvimos repitiendo que en España no habría una cuarta ola como tal. Que sí la estaba sufriendo buena parte de Europa, sobre todo los países que se vieron muy afectados por la ola de otoño, pero que nuestro país pasaría de puntillas. Veríamos aumentos notables de incidencia, con hospitalizaciones, con más muertos de los que nos gustaría, pero sin comparación posible con lo vivido en marzo y octubre de 2020 o en enero de 2021, auténticas masacres. El patrón parecía claro: una segunda ola fuerte implicaba una cuarta ola considerable, con vacunas o no -así, Polonia, Chequia, Estonia, Francia, incluso Italia- mientras que una tercera ola dura -Reino Unido, España, Irlanda o Portugal- en principio te libraba de este nuevo rebrote.

Buscar una sola explicación a estos fenómenos puede agotar a cualquiera y supongo que a estas alturas The Lancet ya habrá recibido -y quizá publicado- diez o doce informes contradictorios entre sí. Ahora bien, es obvio que uno de los factores que influye en estos ritmos es la toma de medidas: nuestra tercera ola fue brutal porque se decidió que había que celebrar las navidades y que más se ganaba en salud mental que lo que se perdía en cuidados intensivos. El resultado fueron 20.000 muertos en dos meses. Sin embargo, la expansión de la variante británica por el continente y el consiguiente repunte de casos de febrero-marzo, nos pilló a nosotros con restricciones en vigor aún muy fuertes y con una firme determinación de no repetir errores del pasado.

El resultado, con obvios matices en País Vasco, Navarra, Aragón, Cataluña y Madrid, ha sido bueno. En comparación con el resto de Europa, formidable. Ahora bien, si sabemos que este virus funciona por oleadas e intuimos que nos hemos ahorrado una por las medidas impuestas, no es descartable ni mucho menos que nos toque una nueva ronda dentro de poco y es importante analizar en qué estado nos va a pillar. Lo que sabemos de momento: la legislación es, como mínimo, ambigua, y la responsabilidad individual está a la altura de la legislación.

Uno se puede rasgar las vestiduras por ver a gente celebrando que han recuperado un derecho pero no deja de ser un derecho que pueden celebrar legalmente. Si las autoridades competentes me dejan ir a las doce y media de la noche a Sol o a Gràcia y juntarme con otros ciudadanos, ¿por qué hay que asumir que todo el mundo tiene que renunciar a ese derecho? En cuanto se junten unos cuantos cientos en poblaciones de millones de habitantes ya habrá fotos y titulares para toda la semana, que serían anecdóticas si hiciéramos la labor pedagógica necesaria.

Aquí, quizá, está el mayor problema: sigo pensando que en España sabemos muy bien lo que hay que hacer los que hemos puesto mucho empeño en enterarnos. Y vaya usted a saber. El hecho de que ahora haya 17 legislaciones distintas no ayuda mucho a que el ciudadano medio tome sus propias decisiones. Esto no tiene pinta de que vaya a acabar bien, pero no tanto a corto plazo sino a medio, cuando esta transmisión que tenemos de base siga bajando hasta, quizá, los 5.000 nuevos casos diarios pero se estanque. Y en ese momento ya hayamos interiorizado una cultura de fiestas en interiores, reuniones familiares y discotecas. Algunas perfectamente preparadas y otras, ley de vida, no tanto.

Ahí es cuando la cosa se puede complicar, entre finales de mayo y principios de junio. Hay que explicar dónde está el peligro y cómo combatirlo. Explicarlo cuantas veces sea necesario. Y si el peligro es extremo, obviamente limitarlo legalmente. No es casualidad que mucha gente piense que se abre o se cierra por capricho porque la verdad es que rara vez se da una explicación sólida a estas decisiones: ¿por qué en Navidades sí, pero en Semana Santa no? ¿Por qué el 8 de mayo hay un toque de queda que no se puede saltar nadie pero el 9 de mayo, en fin, circulen…? Armar mucho ruido y regañar mucho no parece una solución eficaz. Nos movemos en demasiadas ambigüedades, como si, sin decirlo, el modelo sueco, o el madrileño, aún estuviera en la cabeza de demasiados gobernantes.

Cuando esa complicación llegue -si llega, las hipótesis no son profecías-, se habrán administrado varios millones más de dosis y probablemente casi todos los mayores de 60 años estarán protegidos por las vacunas. Esa es una excelente noticia en términos de mortalidad -apenas se verá incremento alguno- e incluso afectará positivamente al número de hospitalizados y críticos. Ahora bien, el sistema sanitario seguirá al límite y eso es algo que no nos podemos permitir como sociedad. No podemos permitirnos médicos agotados, intensivistas al borde de un ataque de nervios y especialistas constantemente reconvertidos a otras especialidades. No podemos permitirnos centros de salud dedicados en exclusiva a la toma de muestras y el análisis de síntomas de una sola enfermedad mientras el resto se atienden por teléfono.

Si todos estos condicionantes -legislación ambigua, ritmo de transmisión, poca conciencia de peligro- se juntan para formar una nueva ola de contagios, es probable que la comparación tenga más sentido con la primera o la tercera que con la segunda o la cuarta. Deberíamos al menos prepararnos para ello y luego tirar el plan a la basura si al final no sucede nada. De alguna manera, volvemos a los tiempos del "pensamiento mágico" que tanto daño hicieron en junio y julio del año pasado. El problema es que por entonces la incidencia no llegaba a los diez casos por 100.000 habitantes. Ahora mismo, roza los 200.

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