Corazón, estómago, pulmones, cerebro... Creemos conocer nuestro cuerpo y para qué sirve cada una de sus piezas. Y posiblemente sea así en su mayor parte. Pero incluso la geografía humana todavía esconde secretos. En algunos casos se trata de rincones de nuestro cuerpo que podrían corresponder a simples residuos de la evolución que no hemos perdido, aunque tal vez desempeñen funciones que han pasado inadvertidas a la ciencia. Es más: incluso en pleno siglo XXI se ha propuesto la existencia de un nuevo órgano cuya existencia ignorábamos hasta ahora. Esta lista reúne algunos de los lugares más remotos de nuestro cuerpo y sus funciones, confirmadas o supuestas.

Apéndice

Lo hemos escuchado desde pequeños: esa especie de colgajo en la unión entre los intestinos delgado y grueso no sirve para otra cosa que infectarse, inflamarse y llevarnos a urgencias, donde nos tendrán que operar para extirparlo antes de que el cuadro empeore hacia una peritonitis fatal. Pero ¿por qué tenemos ese defecto de fábrica?

Bien, pues parece que no es tal. Desde hace algunos años, los científicos sospechan que el apéndice puede servir como una especie de piso franco para las bacterias intestinales beneficiosas, que allí pueden crecer y repoblar el colon en caso necesario. En 2011, un estudio descubrió que la presencia del apéndice parece proteger contra la reaparición de infecciones intestinales graves.

Ahora, un equipo internacional de investigadores ha estudiado los casos de 533 especies de mamíferos que han vivido durante los últimos 11 millones de años. Algunos de ellos tienen apéndice y otros no, pero los científicos han descubierto que este colgajo ha evolucionado de forma independiente más de 30 veces, y sólo en muy pocos casos ha desaparecido. Además, los autores concluyen que los mamíferos con apéndice tienen más tejido linfoide –células del sistema inmune– en el ciego, la bolsita intestinal a la que está conectado. El estudio concluye que el apéndice tiene una probable función inmunitaria. Y aunque la experiencia demuestra que no es imprescindible para la vida, puede ser mejor conservarlo que perderlo.

Campanilla

Es quizá la pieza más decorativa del cuerpo, en el sentido de que está bastante a la vista, pero difícilmente le asignaríamos una función; salvo la de servir como una especie de gatera para el paso de la comida. Sin embargo, también la campanilla, más técnicamente llamada úvula, parece estar ahí por algo. Y en concreto, por varios algos, ya que sus funciones son más amplias de lo que sospecharíamos.

Cuando tragamos, la campanilla y el paladar blando cierran el conducto de la faringe para que la comida o la bebida no se nos vayan por otro lado, una misión esencial para evitar que nos atragantemos. Además, la saliva que segrega la úvula mantiene la garganta lubricada. Sabemos también que tocarla produce el reflejo del vómito. ¿Y qué decir de su papel en el lenguaje? Sin ella el francés no sería lo mismo, ya que la típica "r" de este idioma se articula gracias a la úvula. Como todo tiene su reverso tenebroso, la campanilla también puede intervenir en el ronquido; pero en general, las ventajas de poseerla superan a los inconvenientes.

Coxis

El coxis es una estructura ósea sobradamente conocida, quizá por su nombre más popular, la rabadilla. Pero lo que tal vez no sea tan evidente es que es nuestra cola. O lo que queda de ella, después de que unos 15 millones de años de evolución nos hayan hecho prescindir de la necesidad de un apéndice trasero, pero no nos hayan librado del todo de sus sobras anatómicas.

El coxis es literalmente una colita ósea interna que remata nuestra columna vertebral por debajo del hueso sacro, donde se articula la cadera. Lo forman de tres a cinco vértebras residuales que pueden estar fusionadas o no. Y aunque no lo necesitemos para caminar, resulta que en él se apoya una parte del recto y se anclan numerosos músculos y tendones que sujetan partes esenciales de nuestros países bajos, como el esfínter anal y el suelo pélvico. Así, el humilde coxis actúa como el pilar de un puente colgante. Tal vez lo más curioso sea el origen de su nombre: el médico griego Herófilo de Calcedonia lo llamó kokkyx, que significa cuco, por su semejanza con el pico de este pájaro.

Tubérculo de Darwin

Prueben a pasarse el dedo por el borde de la oreja, subiendo desde el lóbulo. Si un poco más arriba de la mitad notan un pequeño abultamiento, acaban de dar con una parte de su cuerpo que probablemente desconocían, y que recibe el colorido nombre de tubérculo de Darwin.

La referencia al eminente naturalista se debe a que fue él quien primero lo describió en su obra El origen del hombre. Allí relataba que el escultor Thomas Woolner le había llamado la atención sobre este rasgo anatómico presente en algunas personas, y en el cual el artista había reparado mientras modelaba las orejas puntiguadas de una figura de Puck, el duendecillo de la mitología inglesa. Darwin propuso que estas protuberancias son "vestigios de antiguas puntas de las orejas".

Parece claro que los tubérculos de Darwin no cumplen otra función sino recordarnos que somos primates. Algo similar ocurre con el movimiento de las orejas, que algunas personas conservan de nuestro pasado evolutivo. Darwin escribía: "He visto a un hombre que podía mover toda la oreja hacia delante, y a otros que pueden moverlas hacia arriba; otro podía moverlas hacia atrás”. Por lo demás, el tubérculo es un misterio; en un tiempo se pensaba que era un rasgo genético, pero no parece ser así. Un estudio de 2015 de la Universidad de Alcalá de Henares encontró los tubérculos en el 18,2% de una muestra de la población española.

Plica semilunaris

Muchas aves, reptiles, peces y anfibios comparten un útil accesorio corporal: la membrana nictitante, a menudo llamada "tercer párpado". Se trata de una cortinilla transparente o traslúcida que corre de lado a lado del ojo, y que sirve a un tiempo como limpiaparabrisas, como lubricante y como gafas de seguridad, de sol, de vuelo o de buceo. Algunos mamíferos la conservan porque les protege del agua (focas o castores), del resplandor de la nieve (osos polares) o de la arena (camellos), pero la gran mayoría de los primates la hemos perdido.

No del todo: si observan la comisura del ojo más próxima a la nariz, verán un pequeño bultito que se conoce como carúncula lagrimal. Entre ella y la conjuntiva, la telilla transparente que recubre el ojo, hay una especie de pliegue rosado que recibe el arcano nombre de plica semilunaris, y que es el vestigio de nuestra membrana nictitante. Pero es útil: además de ayudar a drenar las lágrimas, sirve para dar más movilidad al ojo, un poco como hacen esos pliegues en la espalda de muchas cazadoras de cuero para permitir el movimiento de los brazos. Y podría ser aún más útil: un estudio descubrió que está repleto de células inmunitarias, por lo que podría actuar como línea de defensa del ojo.

Mesenterio

Si no saben dónde tienen el mesenterio, no se alarmen: no tiene nada de raro, dado que este órgano es el último que se ha propuesto para incorporarse oficialmente a nuestra anatomía y convertirse en el número 79. No es que antes fuera completamente desconocido; de hecho, ya lo describió Leonardo da Vinci, quien lo identificó correctamente como una estructura continua. Sin embargo, este conocimiento se olvidó, y en el siglo XIX triunfó la idea de que no había tal órgano, sino una serie de estructuras separadas y distintas.

Hasta que el cirujano irlandés J. Calvin Coffey emprendió un estudio más detallado, descubriendo que Leonardo tenía razón: el mesenterio es uno solo y continuo, una especie de membrana interna que sostiene los intestinos en su lugar y anclados a la pared abdominal, algo parecido a la estructura que soporta una montaña rusa uniéndola al suelo. "Ahora hemos establecido la anatomía y la estructura. El siguiente paso es la función", dice Coffey. "Si entiendes la función puedes identificar la función anormal, y así tienes la enfermedad. Ponlo todo junto y tienes el campo de la ciencia del mesenterio, la base para toda una nueva área de la ciencia".

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