Akademgorodok significa en ruso "ciudad académica" y está a las afueras de Novosibirsk, la capital de Siberia y tercera ciudad rusa, con un millón y medio de habitantes. Su temperatura máxima en un mes de enero es de -12ºC de media y aún así durante décadas fue un paraíso para los científicos soviéticos.

El físico y matemático Mikhaíl Lavrentiev se convirtió en 1957 en el primer presidente de la rama siberiana de la Academia de Ciencias de la URSS y fue el principal impulsor de la idea. El viento soplaba a favor, con Jruschov recién llegado al poder intentando iniciar un nuevo camino tras la represión de Stalin y con una ciencia soviética exultante tras haber puesto en órbita el primer satélite artificial.

Con el apoyo de los dirigentes comunistas, dispuestos a ofrecer un trato de favor al proyecto para demostrar al mundo la superioridad de su ciencia y su tecnología, convenció a prominentes investigadores de Moscú y Leningrado de que lo mejor que podían hacer era trasladarse a un lugar que les ofrecía mucho dinero, residencias de lujo y un acceso a productos de primera calidad imposible para el resto de la población.

La nueva ciudad se fundó oficialmente en 1958 en medio de un bosque de abedules y pinos a 20 kilómetros del centro de Novosibirsk y en pocos años desbordó las previsiones más optimistas: se llegaron a instalar 65.000 científicos con sus respectivas familias, se edificaron de la nada 35 institutos de investigación de todas las ramas, la Universidad Estatal de Novosibirsk, una biblioteca gigantesca y toda clase de infraestructuras y servicios.

Para el fotógrafo mexicano Pablo Ortiz Monasterio, que en 2015 publicó un libro de imágenes de esta joya del pasado, los laboratorios ofrecen en la actualidad una "paleta psicodélica setentera", con instalaciones precarias en las que algunos investigadores siguen trabajando en condiciones espartanas.

Tecnología obsoleta

El centro más destacado fue el Instituto de Física Nuclear –albergó uno de los aceleradores de partículas pioneros en el mundo, precursor de instalaciones como el CERN– hoy en día repleto de salas abandonadas, amasijos de cables, teléfonos antiguos y toda una panoplia de tecnología obsoleta.

En parte, Akademgorodok fue un fracaso, según el análisis que hicieron Manuel Castells y Peter Hall en el libro Las tecnópolis del mundo, ya que no consiguió crear a su alrededor un tejido productivo que permitiese desarrollar alta tecnología, como era uno de sus objetivos. De hecho, ese fue uno de los lastres de toda la investigación soviética: la producción científica de alta calidad apenas se transformó en innovación.

Libertad a 3.000 kilómetros de Moscú

No obstante, Akademgorodok fue mucho más que un centro científico y educativo. Se convirtió en un lugar de pensamiento libre dentro del régimen soviético gracias a los más de 3.000 kilómetros que lo separaban de Moscú y a la cantidad de cerebros bien amueblados que llegó a albergar. De hecho, para algunos historiadores el germen de la Perestroika se sitúa en los círculos que, acostumbrados al pensamiento crítico que caracteriza a la ciencia, comenzaron a cuestionarse el sistema.

El caso es que la caída de la URSS acabó con gran parte de la financiación y abrió la puerta a la fuga de sus brillantes mentes, que fueron fichadas por las principales compañías tecnológicas del mundo o por instituciones como el MIT. La población cayó en picado y aquel oasis de conocimiento siberiano se quedó anclado en el tiempo, con sus fantasmales laboratorios.

La resurrección

Sin embargo, algo ha empezado a cambiar en los últimos tiempos. El gobierno ruso ha creado un centro tecnológico que, apoyado en el antiguo esplendor, atrae a emprendedores, startups y multinacionales y desarrolla tecnología puntera, por ejemplo, en el campo de los drones. No se han roto mucho la cabeza quienes lo llaman la Silicon Valley de Siberia. Más original es "bosque de silicio", que dicen otros fijándose en su entorno. Eso sí, casi mejor visitarlo en verano.

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