El 29 de abril de 1961, Leonid Ivanovich Rogozov se despertó con fiebre, náuseas, vómitos y dolor en el lado derecho del vientre. Al día siguiente no le quedaban dudas: padecía apendicitis.

Rogozov lo tenía complicado para conseguir atención médica, ya que se hallaba en uno de los peores lugares del mundo para sufrir una enfermedad que suele ser letal sin cirugía: la base rusa de Novolazarevskaya, en la Antártida, en mitad de una ventisca de nieve y a más de 1.600 kilómetros del lugar habitado más próximo. El primer barco no llegaría hasta pasado un año. Por supuesto, en este tipo de estaciones nunca falta un médico. Pero por desgracia para Rogozov, en Novolazarevskaya el médico era él.

Rogozov sabía que no podía contar con nadie más. "Probablemente el único contacto con la medicina que ha tenido un explorador polar es cuando se ha sentado en la silla del dentista", escribió en su diario. Así que no le quedaba otro remedio que operarse a sí mismo. "No puedo simplemente cruzarme de brazos y rendirme", proseguía.

Utilizando procaína como anestésico local y con la ayuda de un meteorólogo, un mecánico y un espejo, Rogozov abrió en su vientre una incisión de 12 centímetros para extirpar su propio apéndice inflamado, que por su estado no habría aguantado otro día más sin reventar. A pesar del espejo, "anticipó que necesitaría su sentido del tacto para guiarse, así que decidió trabajar sin guantes", escribía en 2009 en la revista British Medical Journal el hijo del cirujano, Vladislav, que ejerce como anestesista en Reino Unido. Durante la operación, por error Rogozov se seccionó el ciego, que tuvo que suturar.

Voluntad de vivir

La operación duró 1 hora y 45 minutos. Rogozov tuvo que tomarse descansos para reponer fuerzas, pero aguantó estoicamente, más incluso que sus improvisados ayudantes. El director de la estación, Vladislav Gerbovich, escribió: "Cuando Rogozov hizo la incisión y manipulaba sus propias entrañas, su intestino borboteó, lo que fue muy desagradable para nosotros; nos hizo querer huir, no mirar, pero me mantuve tranquilo y me quedé. Artemev y Teplinsky [los ayudantes] también permanecieron, aunque luego supimos que habían estado a punto de desmayarse... Rogozov estaba calmado y centrado en su trabajo". Dos semanas después, el cirujano regresaba a sus tareas en la estación completamente recuperado.

Al año siguiente, Rogozov regresó a Rusia, donde continuó ejerciendo la medicina hasta su muerte en 2000. Según su hijo Vladislav, fue "un ejemplo de determinación y de la voluntad humana de vivir", aunque siempre rechazó honores y homenajes. "Un trabajo como otro cualquiera, una vida como otra cualquiera", solía decir.

Rogozov no es el único cirujano que se ha operado a sí mismo, aunque lo más habitual es que la autocirugía sea la única solución posible en situaciones de emergencia. No fue el caso del que probablemente ha sido el más célebre de los autocirujanos, Evan O’Neill Kane. Las motivaciones de este médico estadounidense, nacido en 1861, eran la curiosidad y el interés científico: con más de 4.000 operaciones quirúrgicas a sus espaldas, Kane quería experimentar lo mismo que sus pacientes, y de paso demostrar que ciertas intervenciones podían resolverse con anestesia local evitando los riesgos del éter empleado en la época para la anestesia general.

Las inquietudes de Kane eran parte de su peculiar carisma. A lo largo de su carrera, el cirujano aportó diversas innovaciones curiosas, como apostar por las cualidades terapéuticas de la música, reparar las lesiones craneales con láminas del mineral traslúcido mica para poder ver el cerebro del paciente, o emplear vendas de amianto para poder esterilizarlas al fuego. En 1987, el editor de la revista JAMA Drummond Rennie escribía sobre Kane que adoptó la costumbre de firmar sus operaciones tatuando a sus pacientes una letra K en código Morse con tinta china.

Bromeando con las enfermeras

Sin embargo, al parecer Kane no había informado a nadie de sus intenciones cuando a sus 60 años, el 15 de febrero de 1921, se tumbó en la camilla del quirófano para someterse a la extirpación de su apéndice. Ante el asombro del equipo preparado para intervenirle, el cirujano anunció entonces que realizaría la operación él mismo. Dos años antes Kane se había autoamputado un dedo infectado, pero por entonces no se conocían casos de apendicectomías practicadas a uno mismo ni con anestesia local.

Dado que Kane era el cirujano jefe del hospital de su familia, el Kane Summit en Pensilvania, nadie osó oponerse a lo que parecía una idea descabellada. En media hora Kane había terminado, dejando a sus ayudantes las labores de sutura. Según dijo entonces, habría tardado aún menos si no le hubiese distraído el revuelo de sus pasmados asistentes, que contemplaron horrorizados cómo Kane volvía a colocar en su sitio los intestinos que saltaron al exterior cuando se inclinó hacia delante más de la cuenta.

La autocirugía de Kane fue un éxito, reseñado incluso en el diario The New York Times (NYT). El cirujano publicaba el informe de su propio caso en marzo de 1921 en la revista International Journal of Surgery. Alentado por el triunfo, Kane repitió la autocirugía en enero de 1932 para repararse una hernia inguinal que unos años antes le había ocasionado la caída de un caballo. Se trataba de una intervención más delicada, ya que entrañaba el riesgo de perforar la arteria femoral. Sin embargo, también en este caso la operación concluyó satisfactoriamente. Según escribía Rennie citando al NYT, Kane "sonrió durante toda la operación" y "bromeó con las enfermeras".

Kane no sobrevivió mucho tiempo a su operación de hernia; falleció tres meses más tarde a causa de una neumonía. Pero logró demostrar lo que pretendía: como declaraba al NYT en 1921, tras su operación de apéndice, "si un cirujano puede hacerse esto a sí mismo, un paciente no debería tener miedo a que otra persona se lo haga".