Una tarde de verano de 1967, los astrónomos Susan Jocelyn Bell Burnell y Antony Hewish se reunieron con un propósito bastante inusual: tenían la sospecha de haber captado una señal de radio alienígena, y debían decidir qué hacer con aquella información. ¿A quién contárselo?

Diez años después Bell Burnell recordaba que la reunión finalizó sin una conclusión definitiva, y que ella regresó a casa muy disgustada: "Allí estaba yo tratando de sacarme un doctorado con una nueva técnica, y algún puñado de estúpidos hombrecitos verdes había tenido que elegir mi antena y mi frecuencia para comunicarse con nosotros".

Para alivio de la astrónoma, que pudo completar su tesis doctoral, finalmente no se trataba de hombrecitos verdes, sino de un nuevo tipo de objeto astronómico natural: una estrella giratoria de neutrones, o púlsar. Pero la cuestión que discutieron Bell Burnell y Hewish aquella tarde no era trivial. Hoy, en pleno siglo XXI, y después de miles de películas, series de televisión, libros, cómics y videojuegos que han imaginado ese primer contacto con una civilización alienígena, deberíamos ya tener muy clara la respuesta a la pregunta que aquel día se hicieron los dos astrónomos.

Y sin embargo, no es así. El astrofísico y escritor de ciencia ficción David Brin, autor de la novela en la que se basó la película de Kevin Costner Mensajero del futuro (1997), explica a EL ESPAÑOL que, en realidad, el enfoque del cine ha sido más bien el de mirarnos nuestro propio ombligo: "Las películas de Hollywood sobre alienígenas exploran las preocupaciones humanas, desde los visitantes peligrosos, a la intolerancia hacia los visitantes valiosos; ambas lecciones son válidas, pero son reflexiones sobre nosotros mismos".

Lo cierto es que a día de hoy ningún gobierno, que se sepa, dispone de un protocolo que establezca los pasos a seguir en caso de confirmarse la existencia de vida alienígena inteligente, y ni siquiera la ONU se ha pronunciado. Sea porque estamos hartos de verlo en la ficción sin que cristalice en la realidad, o porque estamos ocupados con los problemas de casa, un hipotético descubridor de una señal alienígena se enfrentaría a la misma pregunta de Bell Burnell y Hewish: ¿y ahora qué?

Hay un protocolo claro...

Por suerte, los especialistas en la cuestión sí han hecho los deberes. La primera aproximación formal conocida surgió en 1960, en un informe de la NASA y la Institución Brookings titulado Estudios propuestos sobre las implicaciones de las actividades espaciales pacíficas en los asuntos humanos. Aquel documento no estaba específicamente dedicado a establecer protocolos post-detección, pero en su página 215, en una sección titulada Las implicaciones del descubrimiento de vida extraterrestre, los autores reflexionaban sobre el impacto que este hallazgo tendría sobre la vida humana; las consecuencias de tal encuentro serían "impredecibles", decía el estudio, que recomendaba más investigación para analizar los riesgos a los que se enfrentaría la sociedad. Una de las preguntas a responder, apuntaba el informe, era ésta: "¿Cómo debería tal información, bajo qué circunstancias, ser presentada al público o silenciada para qué propósitos?".

Naturalmente, la insinuación anterior ha alimentado durante décadas la postura de los teóricos de la conspiración, quienes sostienen que ese descubrimiento ya se ha producido en el pasado y que los gobiernos nos lo han ocultado. No obstante, los conspiranoicos suelen omitir un detalle: si el primer contacto fuera la detección de una señal de radio de origen alienígena -tal vez el escenario más plausible-, este hallazgo se produciría a través de alguna de las instituciones científicas que llevan a cabo proyectos SETI (siglas en inglés de Búsqueda de Inteligencia Extraterrestre); y ninguna de ellas es partidaria de la ocultación.

La primera institución en abordar seriamente el asunto fue la Academia Internacional de Astronáutica (AIA), que en la década de 1970 creó un comité SETI del que depende un grupo de trabajo post-detección. En 1989, y en colaboración con el Instituto Internacional de Ley Espacial, la AIA publicó su Declaración de principios relativos a las actividades subsiguientes a la detección de inteligencia extraterrestre, revisada en 2010. Este documento, ratificado por varias sociedades de ciencia espacial y por los organismos involucrados en proyectos SETI, establece que la detección de una señal alienígena debe ser "diseminada pronta, abierta y ampliamente a través de canales científicos y medios públicos".

Pero eso sí, no antes de su confirmación definitiva. Éste sería el proceso: los descubridores de una posible señal deberán tratar de comprobarla por sus propios medios y, al mismo tiempo, informar a todas las partes implicadas en el protocolo, es decir, sociedades científicas y proyectos SETI, de modo que la confirmación pueda llegar de fuentes independientes. Para ayudar en esta tarea, los científicos cuentan con la Escala de Río, propuesta en 2000 por los astrónomos Iván Almár y Jill Tarter durante un congreso celebrado en Río de Janeiro, y que valora de 0 a 10 la posibilidad de que una señal sea realmente la firma de una civilización alienígena.

Una vez confirmada la detección, los descubridores  se lo notificarán a sus autoridades nacionales. Pero éstas no podrán clasificar la información, ya que de inmediato los autores del hallazgo diseminarán la noticia a través de la Oficina Central de Telegramas Astronómicos de la Unión Astronómica Internacional, un organismo que se encarga de anunciar los fenómenos celestes a los observadores de todo el mundo. Al mismo tiempo, avisarán a varias instituciones internacionales y al secretario general de las Naciones Unidas siguiendo lo establecido en el Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, cuyo artículo XI insta a los estados firmantes a "informar [...] al secretario general de las Naciones Unidas, así como al público y a la comunidad científica internacional, acerca de la naturaleza, marcha, localización y resultados de dichas actividades [de exploración espacial]".

Una vez cumplidos estos trámites, se difundirá la noticia públicamente, un privilegio que se reservará a los descubridores. Todos los datos se pondrán a disposición de la comunidad científica y, si se trata de una señal electromagnética, se gestionará a través de la Unión Internacional de Telecomunicaciones la posible protección de la frecuencia correspondiente, minimizando si es preciso las comunicaciones en esa banda para evitar las interferencias. Por último, el protocolo establece que "no se enviará ninguna respuesta a una señal o cualquier otra prueba de inteligencia extraterrestre hasta que se hayan realizado las oportunas consultas internacionales".

...que no se respetaría

En resumen, un procedimiento claro y conciso, aparentemente perfecto. Solo que ni sus propios creadores o ratificadores creen que ese orden tan nítido fuera a respetarse. Un ejemplo lo tenemos en el caso de la estrella KIC 8462852, que a finales del pasado año copó titulares debido a la posibilidad de que mostrara signos de tecnología alienígena. En aquella ocasión, sin mediar ninguna confirmación, la noticia saltó a los medios a través de Andrew Siemion, director del Centro de Investigación SETI de la Universidad de California en Berkeley.

Siemion reconoce a EL ESPAÑOL: "Pienso que probablemente no se seguirían los protocolos de la AIA, ni ningún otro". De la misma opinión es Seth Shostak, director del Centro de Investigación SETI en el Instituto SETI de Mountain View (California) y que también ha trabajado en los protocolos de la AIA: "Los protocolos son idealistas", afirma a este diario. "Basándonos en algunas falsas alarmas que hemos tenido, lo que realmente sucede es que, si captas una señal, los medios empiezan inmediatamente a llamar; están encima de la historia mucho antes de que hayas tenido el tiempo necesario para confirmarla". Shostak expresa su temor de que estas informaciones iniciales, movidas por la urgencia periodística, fueran "imprecisas" e incluso "sensacionalistas".

Claro que no toda la culpa debería recaer en los medios: si estos informan, es porque hay un informador. Por ello Siemion insiste en que los científicos deberían mantenerse "escépticos y cautos". En el fondo, el cumplimiento es difícil cuando no existe manera de imponerlo; los protocolos actuales son solo "consejos de buenas prácticas sin obligación legal", apunta Brin.

Pero si algún beneficio puede derivarse de lo anterior es que, al menos, la teoría conspirativa de la ocultación no tiene el menor fundamento. Algo que queda bajo el control de los expertos es la respuesta a esa hipotética señal; es decir, la posibilidad de establecer una comunicación, aunque muy lenta si la emisión procediera de estrellas lejanas. Este es un asunto espinoso: si regresamos a la ficción, cientos de veces hemos sido casi aniquilados por alienígenas hostiles en cuanto han sabido de nuestra existencia.

Figuras como el físico Stephen Hawking han sostenido esta visión, recomendando que nos abstengamos de enviar mensajes al espacio por el riesgo de recibir una respuesta en forma de invasión y exterminio. Brin opina que "algunas de las declaraciones de Hawking han sido innecesariamente estridentes", pero resalta que "todo primer contacto que conocemos entre sociedades con distinto grado de avance tecnológico ha resultado en dolor", y que en esta visión coincidieron pioneros del SETI como Carl Sagan, Frank Drake y Philip Morrison.

Lo anterior debería prevenirnos contra la opción de enviar transmisiones al espacio anunciando nuestra existencia sin ton ni son. Los expertos ni siquiera creen que fuera seguro responder a un mensaje recibido: podría ser una trampa. Asumir la llamada "hipótesis altruista", que una civilización avanzada sería benévola, es para Brin "prematuro y ciertamente ingenuo". Siemion advierte de que en nuestro propio planeta el desarrollo tecnológico ha servido para "encontrar maneras más y más elaboradas de matarnos unos a otros", y de que tal vez el avance tecnológico conduzca a la belicosidad; "la verdad es que nadie lo sabe".

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