Castilla y León

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Los trasgos de Tardáguila

5 enero, 2019 11:48

Los escépticos lo llaman casualidad. Los pesimistas, zancadillas del azar. Y los creyentes, señales del maligno. Hechos inexplicables se suceden cada día en cualquier lugar de este planeta llamado Tierra. Desde el amanecer de los tiempos hay quienes atribuyen estas acciones a la presencia de seres mágicos de la naturaleza, misteriosos espíritus empeñados en entremeterse en la vida diaria del ser humano, sobre todo de los rudos habitantes del campo. Así lo recoge la tradición oral y el folclore popular de innumerables pueblos y aldeas de todo el mundo. Ancestrales relatos conservados por nuestros abuelos que en unas culturas hablan de gnomos y trasgos, en otras de duendes y hadas. Testimonios que pudieran considerarse fruto de la imaginación rural, pero cuya constancia ha quedado plasmada en papel y tinta cual hierro a fuego sobre la piel de un toro. Si hay un lugar en la provincia de Salamanca donde estos guiños del más allá se producían con más frecuencia, ése es Tardáguila, un pequeño municipio de La Armuña.

Cuenta la leyenda que en la Edad Media la creencia en la existencia de los trasgos, espíritus fantásticos que merodean por las noches, era generalizada en la arcaica Castilla y León. De hecho, hasta el siglo XVI había una legislación por la cual “si una persona iba a habitar una casa y luego se enteraba de que en ella había duendes, podía abandonarla”. En Tardáguila vivía una vieja viuda en cuya casa ocurrían fenómenos extraños. El pueblo desdeñaba su testimonio al considerarla una bruja con la que nadie quería cuentas. Pero ella insistía en que un duende se burlaba cada noche arrojando piedras que caían desde el techo apareciendo de la nada. El goteo de rocas se transformó en tormenta, colmando la paciencia la anciana. En mitad de la calle, a gritos, reclamó ayuda sin cesar. Tal era su desesperación que conmocionó los corazones de sus convecinos, quienes decidieron ayudarla en su particular lucha contra los martinicos castellanos.

Llamaron a un clérigo para que realizara un conjuro que pudiera expulsar definitivamente al escurridizo trasgo. Nadie lo había visto, pero su fisonomía era ya pasto de los corrillos. Decían que era de ínfima estatura, horripilantemente feo y vestido con un deshilachado hábito. Acompañado de veinte hombres, el clérigo se adentró en la casa de la vieja viuda. Silencio absoluto. Pupilas en alerta. Respiración enmudecida. Pero nada. Ni una señal. Tras casi una hora en silencio, acordaron marcharse, pero en ese momento una torrencial descarga de piedras estuvo a punto de sepultarlos junto a la puerta. El clérigo se levantó y, con potente voz, recitó el conjuro. Desde entonces cesaron las espectrales burlas en la casa de la anciana.

Recuerdan los más viejos del lugar que en otra ocasión, en el mismo pueblo, sucedían fenómenos similares en otra casa. Un corregidor se acercó hasta ella, arrojó una piedra desde el tejado de una vivienda aneja y vociferó: “Si tú eres demonio o trasgo, vuélveme aquí esta misma piedra”. Y así fue, golpeándole con dureza en el rostro. Recurrieron de nuevo a los conjuros religiosos y el duende desapareció para siempre.

Arrojar piedras es una de las fechorías preferidas, pero la tradición oral también recoge otros hechos en Tardáguila, como si este pueblo estuviera entonces marcado por el destino. En algunos casos, el trasgo jugaba a los bolos en el desván de las casas, en otros extraviaban a los pastores y sus ganados, los hay que se zampaban la comida preferida de los labradores tras una ardua jornada de trabajo, dejándoles sólo las migajas, e incluso abrían las espitas y vaciaban las cubas de vino y vermú, derramando todo el líquido por el suelo en épocas de fiesta estival. Tal era su maquiavélica mente.

El inexorable paso del tiempo y el triunfo del exacerbado raciocinio han relegado casi al baúl del olvido a seres que un día ocuparon las vidas de nuestros antepasados y hoy día son más bien protagonistas de cuentos infantiles, seres capaces de atormentar sin descanso. Pero, como las meigas, haberlos, haylos. ¿Quién no ha dejado alguna vez un objeto en un lugar y al volver a la habitación está en otro totalmente diferente?

Vista general de Tardáguila