Hace un año, un 15 de junio como hoy, la hermosa Sierra de La Culebra de Zamora era pasto de las llamas y de la desidia del hombre, protagonizando el peor incendio registrado en España en lo que va de siglo; arrasando más de 65.000 hectáreas y provocando la muerte de cuatro personas, decenas de heridos, el realojamiento de más de un millar de vecinos y pérdidas millonarias entre sus gentes, los vivos.

Una tormenta seca pero también la falta de previsión de la Junta de Castilla y León en un mes especialmente seco y con tormentas de fuerte carga eléctrica ya pregonadas tuvieron la culpa. Han pasado doce meses y nadie se ha movido de su asiento, nadie ha pedido perdón. Yo no lo olvido.

Mientras la Sierra se quemaba, se reducían también a cenizas los recuerdos, la memoria de sus gentes, un inmenso paisaje verde en la mayor reserva cinegética de España. No quedó nada, sólo los esqueletos de los árboles, los cuerpos de los animales calcinados en un paisaje negro, lúgubre, tenebroso. Negro luto por una tierra demasiado castigada que recibía de nuevo un golpe mortal. Esa tierra convertida hoy en un desierto con la tala de los árboles quemados para obtener madera, negándole así el pan a ganaderos, agricultores, profesionales del sector apícola y micológico, pastores y pequeños empresarios turísticos y hosteleros. Todo era, es, desolación, silencio.

Vinieron unos y otros, se hicieron la foto, se fueron. Pero el tiempo no borra la intensidad de aquellas llamas que iluminaban la noche, muchas noches malditas, frente a nuestros ojos. Jornadas eternas en los que profesionales y miembros de los servicios de extinción, bomberos, pilotos, voluntarios y vecinos se unieron en la lucha contra un fuego que nos devoraba a todos.

Los hosteleros, los cazadores, la sociedad zamorana en general, se volcó y se unió para arropar a toda esa gente que veía con impotencia cómo las llamas les robaba toda una vida. Estremecía recibirlos en el pabellón de Ifeza con la noche ya entrada, dejando atrás todo, con lo puesto, sin saber si al regresar encontrarían sus casas, sus pueblos en pie. Cuánta incertidumbre, cuánto dolor.

Las últimas lluvias y tormentas han reverdecido aquel suelo negro y la vida se impone poco a poco en la Sierra de La Culebra, cuyo paisaje ya no verán mis ojos tal y como lo conocí desde la infancia. No han sido los políticos, que no han vuelto a pisar por allí, ni las ayudas prometidas, muchas de las cuales aún no han llegado.

La Sierra de La Culebra reverdece por el impresionante sentido de supervivencia de sus gentes, que son las mías, acostumbradas a una tierra despoblada allá donde acaban las carreteras; sobrevive por la unión de sus vecinos, por el empeño en devolverle la vida a su entorno, su hábitat; en mantener su modo de vida, sus tradiciones, sus pequeños pueblos y embalses en uno de los más privilegiados enclaves de la naturaleza.

Por eso, un año después, esta columna es para ellos: los que se dejaron la vida defendiendo lo suyo, a los suyos; los que proclaman la vida cada día con su trabajo y su empeño para devolverle a la Sierra su color verde, la miel de sus colmenas, el sonido de la berrea, sus pastos, sus setas y boletus, sus robles viejos, su magia.

Un año después, el mejor homenaje que podemos hacerles es visitarles, recorrer su geografía, consumir sus productos, conocer sus rincones y su gente. Venid, ayudadles a levantarse, a crecer. Ellos, hombres y mujeres de La Culebra, son los auténticos héroes de una historia que, un año después, continúa abrasándonos el alma, el corazón, la piel. No, no olvidamos.