En mi habitual gesto matutino de asomarme al balcón de la vida para contemplar el paso de la existencia de los que nos llamamos seres humanos, ha despertado mi curiosidad algo no habitual en los intereses de la mayoría de las personas y que se repite, año tras año, después de las celebraciones del carnaval: la Cuaresma. Periodo que no suele despertar mucho interés en los ciudadanos, salvo de aquellos que de una u otra manera se encuentran vinculados, por sus personales creencias o por tradición, a la religión cristiana. Pero este no es el problema ahora mismo. Al margen de creencias o convicciones, este periodo propuesto por la Iglesia como de reflexión, preparación o conversión puede servir también de modelo para todo aquel que dícese llamar “ser racional”. Es decir, un alto en el camino, coincidente o no con el periodo cristiano, para hacer un esfuerzo personal reflexivo, analítico, revisionista de toda nuestra existencia con el fin de prepararnos para una liberación de aquello que nos oprime, nos aliena, nos embrutece. Una manera de prepararnos también para una conversión a la verdadera esencia del ser humano, prescindiendo de lo que nos impide ser felices a todos y en todo.

Esta personal reflexión surgida de un deseo de mejora del ser humano, se hace más necesaria viendo el panorama que nos rodea. Cómo funcionaría el mundo si los gobiernos, las familias, las empresas, los poderes, los políticos…, es decir, todos, hiciéramos ese gran esfuerzo “cuaresmal”, no ya cuarenta días al año, con una vez al año nos conformaríamos. ¿Se imaginan un gobierno reflexionando, haciendo examen de conciencia de su labor en favor de los ciudadanos, pidiendo perdón por los errores, los desastres en su gestión, el despilfarro, por pensar más en cómo se encuentran en las encuestas que en gestionar con eficacia y eficiencia? ¿Por no ser sinceros con los ciudadanos y engañar, por no decir la verdad y camuflarla con narraciones verbales que nada dicen ni explican su gestión? ¿Por inventarse “relatos” que ocultan sus incapacidades? Estaríamos en una sociedad idílica.

Al igual que la Iglesia, conocedora del cómo es el hombre, ha considerado necesario incorporar en su calendario litúrgico periodos tendentes a despertar en el cristiano momentos reflexivos, la democracia con su gran bondad, también ha hecho lo mismo y ha marcado tiempos y modos para que los gestores rindan cuentas y que los ciudadanos podamos ejercer nuestro derecho para elegir a los que creemos los mejores para la gestión pública. Lo triste es que la democracia no pensó en la condición humana. En su infinita ingenuidad se olvidó del político. Y fueron ellos los que transformaron estos tiempos litúrgicos a su favor. Se inventaron las campañas electorales. En vez de presentarlas como un periodo en el que hay que rendir cuentas, dar explicaciones y, tras hacer un examen de conciencia, si es necesario, pedir perdón; donde se hacen propuestas de gobierno para que los votantes ejerzan su derecho personal eligiendo a aquellos que ellos creen más capaces para gobernar, lo han trasformado.  El hombre, en su infinita maldad, lo adapta a sus intereses. Los políticos, conocedores de la condición de los votantes, de sus reacciones, lo han convertido en un periodo para la persuasión. Ya no interesa rendir cuentas, hacer examen de conciencia, pedir perdón, aceptar incluso una penitencia. Interesa convencer al ciudadano para que siga confiando en él.  Y es en esos y en otros momentos cuando se vuelcan al perverso afán de la persuasión.

Por eso, porque los ciudadanos no aprendemos, no solo pasamos una eterna cuaresma, sino que vivimos  años de pasión y  tendremos que estar eternamente entonando esa canción de “perdona a tu pueblo…” por ser tan confiado.