He abierto mi balcón y frente a mí se presentan dos realidades contrapuestas: cielo y tierra. Las dos rodeadas del especial misterio en un momento del día en el que las sombras de la noche no se han disipado y la luz del día no ha tomado plena posesión.

El frío lo envuelve todo y, en esta tramoya, veo a la gente que pasa presurosa,  queriendo huir de una gélida temperatura, refugiándose en corazas lanares. Ir y venir, pasos perdidos en busca del trabajo, el colegio o el médico. Sí, el médico que espera para responder a nuestras demandas de miseria y contingencia.

Las circunstancias personales vividas en estos últimos tiempos,  donde la muerte de un ser querido me ha acompañado entre fiestas y recuerdos, me hace pensar en la contingencia de la vida. Somos seres ambulantes en el circo de la existencia, pasando de ser a la nada. Ser una cosa y su contraria,  nos abruma el paso del tiempo porque no somos del todo conscientes de que somos contingencia, de que podríamos no haber sido y siendo, dejamos de ser. Un mundo de azar que queremos cimentar en nuestra ansia de infinitud. Anhelamos  perdurar,  pero sabemos que es imposible, por eso nos agarramos a las ansias de eternidad, de querer ser para siempre y desbordamos estos deseos de permanencia en el orgullo de querer ser como Dios. ¡Ingenuos de nosotros! Planificamos, traspasamos los límites de nuestra existencia y no queremos enfrentarnos a nuestra condición de seres imperfectos cuyo final es la muerte.

Y sabiendo que ese final da sentido a nuestro desarrollo vivencial, sin embargo, nos rebelamos. No queremos sentirnos finitos y nos engañamos o nos contentamos con pensar que de esta forma la existencia cobra sentido. Porque, ¿qué sentido tendría una existencia para siempre?  Podría convertir la vida en una banalidad, en un aburrimiento, en un sinsentido que atrofia los minutos y segundos  como los inmortales dioses del Olimpo. Es cierto, nos gustaría ser eternos, pero perderíamos el sentido de nuestra propio recorrido de seres de paso. Por eso, porque sabemos que perdemos en nuestra lucha por una vida infinita, amamos lo que perdemos. Amamos la vida, la amistad, las cosas materiales e inmateriales que pueden ser o estar con nosotros y pueden dejar de ser, porque desaparecen ellas o nosotros.

A pesar de todo, sabiendo de nuestra contingencia, conscientes de que al final está la muerte, seguimos preguntándonos ¿por qué? Hacemos conjeturas que lo expliquen y,  aunque damos por hecho que ese es  el final de todos, los interrogantes nos inquietan y no sabemos dar razón del momento, el cómo y el cuándo  ha sido.   La experiencia de estos últimas fechas me han hecho pensar una y mil veces en busca del sentido de la muerte, no la de todos, sino la de la persona querida que nos ha abandonado hace pocas fechas. He dado vueltas y he puesto sobre la mesa, como premisas de un silogismo, aquellas cosas que le caracterizaban, lo que era, cómo era, lo que hacía y cómo lo hacía. He recabado información de personas allegadas que hablan de él. He tenido en cuenta quién era y cómo amaba su "profesión". No he podido desechar tampoco en   dónde, en qué circunstancias y cómo murió. Con todo ello he llegado a la única conclusión posible que puede explicarme el sentido de su muerte: Dios se le ha llevado porque había alcanzado la plenitud y los hombres, aunque le necesitábamos,  ya no nos lo merecíamos. Era sacerdote y amaba su trabajo. Enamorado de la eucaristía murió nada más decir Misa, no le dio tiempo ni de quitarse las vestiduras sagradas. Como se decía del santo burgalés Santo Domingo de Guzmán, siempre "hablaba de Dios o con Dios" y su tarea coincidía con los consejos que San Pablo daba a Timoteo: "Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, reprocha, exhorta con toda paciencia y deseo de instruir". Ha muerto un hombre de Dios.

Y en estas circunstancias sigo pensando en la contingencia de nuestra existencia, en nuestros anhelos de infinitud  y en la búsqueda del sentido de la vida y de la muerte.

En esta lucha seguimos amando y valorando lo que podemos perder, de esta forma lucharemos y nuestra existencia cobrará sentido,  no como los dioses del Olimpo que vivían aburridos en su infinitud haciendo de la vida un paso anodino del tiempo.