Castilla y León

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Opinión

Novillos, novilleros y aficionados ilusionantes

12 octubre, 2020 17:07

Tercera tanda de la fase clasificatoria del I Ciclo de novilladas sin picadores organizado por la Junta de Castilla y León y la Fundación del Toro, respectivamente desarrollada el sábado en Herrera de Pisuerga, donde tan gozosamente se celebra el cangrejo de río que nos va quedando, y el domingo en Quintana Redonda, cuyos extinguidos alfares acuñaron unos cántaros negros inconfundibles, buscadísimos por los coleccionistas, y la belleza triste de cuyos desolados contornos yo llevo en el alma, asiduo que soy de las paseatas por esos sublunares espacios sorianos, la “tierra árida y fría” que conmovió  y cantó Antonio Machado.

De hecho salí al campo muy de mañana y los pasos me llevaron desde Fuentelárbol, partiendo de la asombrosa hilera de ruedas de molino hincadas en la madre tierra por los mozos casaderos, que sólo así adquirían la condición de vecinos, a Monasterio, al pie del campanario exento de su iglesia de San Miguel: ni un alma en el abrazo silencioso del abandono y en la solemnidad envolvente de una bruma fría. Paredones derruidos y muñones de chozos hasta el oasis de Quintana Redonda, donde es un acierto haber devuelto los toros. ¿Qué solo ha sido por un día? Aparte de que menos da una piedra, para que sean dos se impone comenzar por uno, lección de sentido común que forma parte del aprendizaje de unos novilleros que con frecuencia quieren cortar la segunda oreja antes que la primera, lo que los lleva a incurrir en atropellos que suelen dejarlos cariacontecidos.

Qué maravilla los tres coquillas de Sánchez Arjona en Herrera de Pisuerga. Que los prebostes digan misa si quieren. Pero estos animales, de bravura depurada, son diferentes y hacen falta. Su criador, Javier Sánchez Arjona, es un ganadero romántico, nada que ver sus astados con ese ganado mansito y de embestidas iguales. Tres coquillas, los tres diferentes: diferentes a los demás y diferentes entre sí, garantía de emoción y, en consecuencia, de aprietos  para los lidiadores. Cada uno tiene su aquel y no admiten el toreo de piñón fijo, con faenas repetidas tarde tras tarde. Entre tanda y tanda los tres coquillas se encampanaban, con la boca cerrada y los ojos de carbón, buscando al diestro, nada que ver con esos toros afligidos que necesitan los tiempos muertos para tomar aire. Embestían queriéndose comer las telas, no tropezarlas. Y en esa tesitura, verdaderamente comprometida, qué alegría el toreo cuajado de Ismael Martín, con clase, valor y recursos para dominarlos, toricantano de los de antes.

A su vez, la novillada de Quintana Redonda ha sido, en conjunto, la más lograda. Erales que se dejaban torear de Manuel Gimeno y La Ventana del Puerto, con varios francamente notables, para una terna muy hecha y con el oficio estupendamente aprendido: de casta lucida le viene a Domingo Pérez, en los carteles El Dody, formado en la universidad campera de Garcigrande, que domina el toreo fundamental y desprende la sensación de haber nacido toreando; y de casta parda, parda pero casta, le llega a Francisco Alegre, hijo de “El Lobo”, personaje de la picaresca.

Daba gusto ver su toreo de quietud, verticalidad, cercanías, temple y elegancia… apenas premiado con una oreja, cicatería para mi incomprensible.

En fin, seis novilladas, seis, con tres muy buenas (Sahagún, Fuentesaúco y Herrera de Pisuerga), dos logradísimas (Huerta de Rey y Quintana Redonda) y la que falta como modelo para no repetir. Vuelvo a Machado para terminar: “se hace camino al andar”.

Que otros sigan ladrando a la luna o abanicándose con las quejas. Yo me quedo con el entusiasmo que durante toda la tarde reinó en el tendido de los sastrecillos: el techo de un todoterreno, vehículo cuya altura igualaba la de la pared trasera de la plaza, en el que unos matrimonios taurinos instalaron a su cuadrilla infantil, aficionados ilusionados e ilusionantes pero también exigentes. Valga el ejemplo de un tercio de banderillas que iba torcido, con un solo un palo en su sitio de cuatro:

-Yo a esos los pongo un cero- sentenció uno de ellos.

-Un tarugo, Álvaro- asintió otro.

-Ni seis tan cascarrabias- medió una niña-.