Pepe Verón

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Opinión

La identidad como trinchera: cuando los políticos deciden quién eres

Pepe Verón, profesor de Periodismo de la USJ
Publicada

En los últimos tiempos, el concepto de identidad ha vuelto a ocupar titulares y discursos políticos con una intensidad que haría sonrojar a cualquier antropólogo. Desde Donald Trump hasta Isabel Díaz Ayuso o Laura Borràs, pasando por Jorge Azcón, la apelación a la identidad se ha convertido en una herramienta recurrente para marcar territorio, señalar diferencias y, en muchos casos, levantar muros simbólicos entre “nosotros” y “ellos”.

Trump, por ejemplo, recurre con frecuencia a los valores que, según él, definen la identidad norteamericana. Uno de los más recurrentes es la defensa del uso de las armas, convertido en símbolo de libertad, seguridad y patriotismo.

En España, la identidad se invoca desde extremos políticos distintos. Isabel Díaz Ayuso convierte el uso del catalán y el euskera en motivo de ruptura, y llega a afirmar que “el catalán no representa a todos los catalanes”. Mientras, Laura Borràs se opone a la llegada de inmigrantes a Cataluña porque no hablan catalán y eso daña algo que les define.

Es decir, que ambas dicen defender la identidad catalana, pero claramente no defienden lo mismo. Lo que sí comparten, aunque no lo reconozcan, es la estrategia de convertir la identidad (lingüística en este caso) en un obstáculo para la convivencia.

Más cerca, en Aragón, el presidente Jorge Azcón (como también hacía su antecesor en el cargo pese a ser de otro partido político) apela en algunos discursos a la “identidad” de la comunidad para anunciar proyectos o ensalzar el buen trabajo de las empresas.

Aunque su tono es institucional y alejado de la confrontación, también utiliza la identidad como bandera política. Y eso plantea preguntas incómodas: ¿Qué significa ser aragonés? ¿Quién decide qué rasgos nos definen? ¿Y qué pasa con quienes no encajan en ese molde?

Imaginemos por un momento que la identidad aragonesa se redujera a tres elementos (podrían ser más, pero vamos a escoger estos): la Virgen del Pilar, el Real Zaragoza y el Pirineo. ¿Qué hacemos entonces con los aragoneses que no son católicos practicantes, que detestan el fútbol o que viven en Calatayud y jamás han pisado el Pirineo? ¿Les retiramos el carné de aragonesidad? ¿Les pedimos que se busquen otra comunidad autónoma?

Este tipo de exclusiones simbólicas no son anecdóticas. Como advierte el politólogo Francis Fukuyama, la política de la identidad fragmenta el espacio público y sustituye la lucha a favor de la igualdad por la lucha por el reconocimiento, lo que genera comunidades cerradas y enfrentadas.

Y es que las identidades políticas son meras construcciones discursivas que pueden ser articuladas en proyectos hegemónicos e incluso totalitarios. El problema surge cuando esas construcciones artificiales se presentan como verdades absolutas.

Fernando Aramburu, tanto en Patria como en Ávidas pretensiones, ridiculiza la obsesión por la identidad como credencial política. Es curioso que muchos leen a Aramburu, pero cada cual parece entender únicamente aquello que le conviene.

Ni Aramburu ni Fukuyama son los únicos en advertir de los peligros de convertir la identidad en arma política. El primer riesgo es la exclusión: cuando definimos quién pertenece y quién no, inevitablemente dejamos fuera a alguien. El segundo es la uniformidad: una sociedad que se construye sobre una única identidad es una sociedad sin disonancias, sin matices, sin riqueza. Y el tercero es la instrumentalización: cuando los políticos apelan a la identidad para movilizar emociones, lo hacen muchas veces para ocultar la falta de propuestas concretas.

La identidad, como el humor, debería servir para unir, no para dividir. Debería ser una herramienta de reconocimiento mutuo, no de confrontación. Y sobre todo, debería ser flexible, abierta, capaz de adaptarse a los cambios y de incluir a quienes llegan, a quienes transforman la sociedad; a quienes simplemente son distintos.

La identidad influye decisivamente en la configuración de leyes, de las instituciones y de las narrativas políticas. Pero también puede influir en la forma en que nos miramos unos a otros. Y si esa mirada se convierte en juicio, en frontera y en exclusión; entonces se convierte en una trampa.

Así que la próxima vez que escuchemos a un político hablar de identidad, conviene preguntarse: ¿lo hace para incluir o para excluir? ¿Para construir puentes o para levantar muros? ¿Para enriquecer la sociedad o para empobrecerla?

Y si la respuesta es negativa o no es del todo clara, quizá sea el momento de cambiar de discurso. O de político.

Ya me decía el filósofo Luis Gay en algunos de los debates que mantuvimos hace años que la identidad la cargaba el diablo. ¡Y qué razón tenía!