Estíbaliz Martín camina despacio por las aceras de El Campello, sorteando bordillos imposibles, alcantarillas hundidas y rampas que parecen decorativas, más bien inexistentes.
Empuja con ambas manos el carricoche de su hija Érika, de siete años, que sonríe con la mirada somnolienta de quien nunca ha descansado del todo.
"No puedo ir andando", dice Estíbaliz, "ahora verás por qué". Y en esa frase cabe todo. La vida de la pequeña y su madre gira en torno a una enfermedad rara, una vida suspendida entre medicaciones y esperanzas, y una rutina que exige siempre más de lo que ofrece.
Érika padece una encefalopatía epiléptica del desarrollo con base genética refractaria, un tipo de epilepsia muy agresiva que no tiene cura.
Además, convive con un síndrome de microdeleción, que afecta su desarrollo motor, su lenguaje, su atención.
A los siete años, tiene un desarrollo propio de una niña de tres o cuatro. A veces habla, a veces inventa su propio idioma. Pero siempre sonríe.
"Ella no duerme", explica la madre. "Dormirá cuatro horas al día, fragmentadas. Y cuando se levanta ya sabes que el día va a ser duro. Se levanta con los ojos negros".
Estíbaliz no duerme tampoco. Su cuerpo se ha acostumbrado, dice, a vivir en alerta. Cada gesto de Érika puede ser una crisis, cada suspiro, un aviso.
Mientras caminamos hacia la academia de baile, Estíbaliz señala una calle sin rebajes, una acera demasiado estrecha para el carro. Se ríe con cansancio. "Nos toca ir siempre en coche. Pero aquí merece la pena venir".
La fiesta de Érika
La academia de ballet de Jessica Fabra es el pequeño milagro de esta historia. Es el único espacio donde Érika puede ser simplemente una más.
Érika, junto a su profesora de baile, Jessica.
Allí, una actividad que la pequeña asocia con la "fiesta", baila desde hace cuatro años junto a niñas sin discapacidad, con el mismo peinado, el mismo vestido de festival, aunque a veces no quiera ponérselo.
"Yo la trato igual que al resto", dice Jessica, su profesora. "Si tengo que regañarla, la regaño. Pero también me derrite cada vez que se ríe o cuando la veo disfrutar del baile. Aquí es una niña feliz".
Estíbaliz asiente. "No todo tiene que ser tragedia", dice. "Yo me siento afortunada porque hay muchos sitios donde a nuestra hija no la habrían aceptado. Aquí sí. Aquí no la miran raro y es una más".
"En otros sitios te dicen que entiendas las limitaciones de tu hija", cuenta. "Como si no las entendiera ya. Pero aquí no le ponen límites. Aquí es una más", asegura.
Lucha diaria
La felicidad, en la vida de Estíbaliz, es un lujo y una conquista. Entre terapias, medicaciones no cubiertas por la Seguridad Social, y noches sin sueño, ella saca dinero "de debajo de las piedras".
Vende ropa, organiza mercadillos, loterías. Todo para que a Érika no le falte nada. "Yo no quiero compasión", dice.
"Solo que la vida fuera un poco menos cuesta arriba. Que las calles fueran transitables, que las ayudas llegaran, que se entendiera que criar a un niño así es un trabajo de 24 horas".
Cuando regresamos, el sol cae oblicuo sobre las fachadas de color arena. Érika, agotada, se ha quedado dormida en el carro. Estíbaliz la mira y sonríe. "Estoy cansada", murmura, "pero soy afortunada. Porque, al menos, ella puede bailar".
