El gran dictador (1940).

El gran dictador (1940). CC

La tribuna

El ego de las naciones

Para el autor examina los riesgos de que los pueblos se materialicen en extremo y se identifiquen con lo más tangible que hay en ellos, como el territorio, en lugar de con sus valores más intangibles, como la educación.

10 agosto, 2017 02:45

Sí, las naciones, pueblos y comunidades políticas de cualquier género también tienen su ego, como lo tenemos todos los mortales. Los nacionalismos intransigentes de cualquier signo, los fundamentalismos religiosos y secularistas, el populismo que nos invade por doquier, las ansias de un dominio mundial por parte de las naciones más poderosas, las guerras civiles, la corrupción económica o el terrorismo internacional no son más que expresiones concretas de la existencia de un ego colectivo desorbitado, tan controlador como temerario, tan rencoroso como victimista, tan calculador como cruel. Este ego de las naciones es precisamente el constante generador de conflictos humanos y el principal obstáculo para alcanzar la paz en los pueblos y entre los pueblos.

Como sucede con el ego humano, el ego de cada nación tiene expresiones distintas pues está arraigado en su cultura, pero comparte una misma esencia. El nivel de ego nacional depende del grado de evolución de la consciencia de cada pueblo. El ego de las naciones impide admirar y reconocer los valores de los demás y ciega la posibilidad de enriquecerse con otras culturas. El ego, causa del deseo de control y de ser admirado, convierte a las naciones y pueblos en dominantes, agresivos y revanchistas. Cuando el ego nacional es elevado, la energía vital que se desarrolla en el seno de una comunidad política se contamina y los proyectos comunes, por democráticos que parezcan, devienen infructuosos. El ego es fuente de sufrimiento y limitación en la población. El ego nacional divide interna y externamente, genera tensiones, aniquila el talento. Por eso, por rica o poderosa que sea una comunidad, es difícil lograr en ella una vida plena cuando esta no gestiona adecuadamente su ego.

El ego de las naciones produce un apego desmesurado a la propia tierra, que es vista como algo exclusivo y excluyente

El ego funciona como los residuos naturales. Como ellos, nunca dejará de existir por completo en el seno de las personas y, por extensión, de las naciones, pero, también como los residuos, el ego puede y debe reducirse a mínimos mediante una valiente labor de reciclaje. No hacerlo convierte la convivencia humana global en algo insoportable, como, por desgracia, empieza a suceder en tantas partes de nuestro planeta.

El ego de las naciones tiene sus propios mecanismos, que es bueno conocer. El ego crece cuando las naciones se materializan en extremo y se identifican con lo más tangible que hay en ellas, como es su propio territorio, sus recursos materiales, sus infraestructuras, su armamento, o su patrimonio tal vez acumulado por siglos. El ego de las naciones produce un apego desmesurado a la propia tierra, que es vista como algo exclusivo y excluyente, y no como parte de un todo compartido; a la propia lengua en sus especificaciones más políticas; a sus líderes carismáticos. El ego de las naciones crea sus propios enemigos, sus propios fantasmas. Cuando el ego de las naciones crece en exceso, acaba imponiendo caprichosamente su propia agenda tanto en el interior como en el exterior de la comunidad. Cuando consigue sus objetivos, genera triunfalismo en la población; cuando no, el ego nacional se refugia en un amargo victimismo, una eficaz herramienta para manipular a los otros pueblos y buscar culpables en los demás.

Cuando un pueblo se identifica con sus valores más intangibles su libertad vital se incrementa exponencialmente

El ego nacional disminuye cuando un pueblo se espiritualiza y se identifica con sus valores más intangibles, como la educación, la investigación, la salud, el crecimiento sostenible, el pleno empleo, la cooperación internacional, su literatura, su historia, su cultura. Cuando esto sucede, la libertad vital de un pueblo se incrementa exponencialmente y se genera un entorno de prosperidad. En cierta manera, la paz de los pueblos depende de su grado de desmaterialización. Los problemas de fronteras, por ejemplo, por ser tan groseramente materiales, disparan el ego de las naciones y son fuente de conflictos interminables. Lo hemos comprobado recientemente en los Estados Unidos, cuando Trump anunció su deseo de construir un gran muro con México, pero también lo hemos sufrido en nuestra carne cuando el nacionalismo vasco o catalán se ha materializado, es decir, radicalizado en exceso, reclamando territorio y patrimonio y generando un conflicto innecesario.

La razón por la que las naciones trascienden y diluyen su ego cuando se espiritualizan es sencilla: la realidad material, es decir, la masa y el volumen, por definición, separan, como el espacio-tiempo que las posibilita. Cuanto más se desmaterializa una realidad, es más fácil de compartirla y armonizarla. Dos personas, por ejemplo, difícilmente podrán montarse y andar a la vez en la misma bicicleta, pero sí podrán, en cambio, compartir su titularidad como copropietarios. Un billete de diez euros no puede dividirse materialmente, pero sí puede hacerlo su valor. La interdependencia conduce necesariamente a la desmaterialización, y, esta, a la solidaridad entre las personas y naciones. Por eso, una globalización ha de ser irremediablemente progresiva y solidaria.

El ego catalán lo reducirán principalmente los catalanes; el español, los españoles; y el europeo, los europeos

La grandeza de los pueblos se fortalece hasta inmortalizarse cuando estos se desprenden lo más posible de su propio ego. Las naciones, entonces, se afanan en su misión de sacar el mayor rendimiento a esa parcela del planeta que sienten propia, pero no en exclusiva, en beneficio del conjunto. Así surge de modo natural un auténtico reconocimiento y una creciente admiración por el resto de las naciones, lo que es fuente de unidad y cohesión global. La reducción del ego exige sobre todo una transformación de la experiencia interna del propio pueblo, más que un control de su conducta por parte de actores externos. El ego catalán lo reducirán principalmente los catalanes; el español, los españoles; y el europeo, los europeos. Una vez producida la requerida transformación interna, las circunstancias externas se acomodan sin excesiva dificultad.

La cultura se destila y purifica en la medida en que un pueblo consigue una pérdida gradual de su propio ego. Cuando un pueblo llega a identificarse plenamente, no con su ego, sino con su propia misión, la cultura se enriquece rápidamente, la actividad política se ennoblece, y la sociedad vive una experiencia vital de enorme sensación de libertad. Siempre he pensado que el proceso de transición democrática española fue un proceso de rápida liberación de un ego nacional que había campado a sus anchas durante la segunda república, la guerra civil y el franquismo. Fue esa liberación de ego lo que permitió tras la muerte de Franco un debate sereno, amable, incluso interesante e inteligente, entre personas de las más variadas tendencias políticas y nacionalidades.

Las cuestiones populista y nacionalista que afectan a tantos pueblos y naciones, España (con Catalunya) entre ellos, no son principalmente un problema de territorio, de injusticia social, de niveles de autonomía. Son más bien cuestiones de ego nacional no trascendido, no superado, que generan un sufrimiento innecesario en propios y ajenos. Como las decisiones más inteligentes son las que se toman, no desde posiciones egoicas, sino desde una actitud solidaria, me parece que, para afrontar acertadamente cualquier cuestión constitucional de calado, como lo es la catalana, entre otras, la sociedad española en su conjunto debe hacer un nuevo esfuerzo de liberación de ego, similar al que tuvo lugar cuando nos democratizamos hace ya más de cuarenta años.

*** Rafael Domingo es Spruill Family Research Professor en la Universidad de Emory en Atlanta y catedrático en la Universidad de Navarra. 

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