El anuncio de la Casa del Rey de que Felipe VI asistirá este sábado a la manifestación contra el terrorismo en Barcelona marca un antes y un después en la historia de la monarquía española. Nunca antes un rey se ha puesto detrás de una pancarta.

Habrá quien piense que el paso dado por el monarca es una muestra de audacia y una forma de acercarse al pueblo al que representa. EL ESPAÑOL considera, en cambio, que se trata de un error, y que el Gobierno debería recomendarle que no lo consumara.

Tiene todo el sentido, y así lo establece la tradición, que los reyes no participen en manifestaciones. Es imposible encontrar precedentes. En 2015 el rey Abdalá de Jordania y su esposa Rania se manifestaron en París junto a los principales líderes europeos en memoria de las víctimas del terrorismo. Pero habría sido impensable que lo hicieran en Amán. Nadie imaginaría a la reina de Inglaterra encabezando una marcha.

Un grave precedente

La Corona es depositaria de una institucionalidad que debe permanecer por encima de la calle. Cualquier manifestación, por justificada que esté y aun cuando sea expresión de sentimientos ampliamente compartidos, exterioriza el sentimiento de los asistentes y, explícita o implícitamente, encierra una reivindicación ante los poderes públicos.

El monarca ha de ser una instancia superior que está por encima de las coyunturas. Y dispone de sus propios medios para expresarse. Salir a la calle en manifestación no se encuentra entre ellos, como tampoco sería lógico que lo hicieran los presidentes de los Altos Tribunales o los mandos militares.

Si el sábado Felipe VI se manifiesta en Barcelona creará un precedente: tendrá que hacerlo también cada vez que se produzcan atentados similares. Y si no lo hace, generará agravios difíciles de justificar.

La esencia del Estado

El principal reproche que cabe hacer a la Casa del Rey al tomar esa decisión es que se aparta de la esencia de la Jefatura del Estado, cuya fuerza no está en salir a la calle, como tampoco se ejerce desde ella.

La participación de Felipe VI en la marcha de Barcelona daría además argumentos a quienes tratan de convertir la calle en soberana. Podría ocurrir, por ejemplo, que la manifestación del sábado tuviera menos asistencia que la Diada que se celebrará quince días después. Involuntariamente, el monarca estaría sirviendo argumentos al separatismo.

Pero aun cuando no fuera así, supone llevar el partido al terreno de los independentistas. Si hasta el rey bendice la manifestación popular como expresión válida de la voluntad del país, desarma al Estado en su intento de rechazar las reivindicaciones de quienes están dispuestos a infringir la ley con la coartada de movilizar multitudes.

Problemas de seguridad

La Casa del Rey no ha aclarado si Felipe VI estará sólo unos minutos en la manifestación -esto es, de forma simbólica- o si tiene intención de recorrer las calles. Las dos opciones son peligrosas. Si sólo está para la foto, pondrá la crítica fácil a quienes piensen que sólo ha ido para hacer el paripé. Si decide marchar junto al resto, se expone gravemente y obliga a un gran despliegue de seguridad que neutralizará en buena medida la espontaneidad del gesto.

El rey no es un ciudadano más. El rey no es un manifestante. El rey no es un político. Su autoridad reside, precisamente, en mantener las distancias y en conservar su carácter institucional. Por eso se nace rey y se muere rey sin pasar por las urnas.   

Felipe VI ha sido mal aconsejado, quizás en aras de una popularidad fácil. Pero si acaba yendo a la manifestación de Barcelona diluirá su singularidad en la calle y se apartará de la propia naturaleza de la institución que encarna.