Una mañana, tras un sueño intranquilo, el Reino Unido se despertó convertido en un monstruoso insecto.

Así podría comenzar una versión moderna de La metamorfosis, el maravilloso relato de Franz Kafka. Porque esa obra capta una de las grandes paradojas de la salida de Reino Unido de la Unión Europea, ese proceso que recibió su ratificación oficial esta semana con el ominoso “no habrá vuelta atrás” (there can be no turning back) de Theresa May.

La sorpresa inicial de La metamorfosis es bien conocida: el joven Gregor Samsa se despierta un día transformado en una suerte de gran escarabajo o cucaracha. Pero igual de sorprendente es la naturalidad con la que todos los personajes asumen la lógica de la nueva situación. Tras la sorpresa inicial, Gregor comienza a preocuparse por sus reuniones de la mañana, por cómo sacar de la cama sus “patitas penosamente delgadas” y empezar a vestirse. La hermana se plantea cómo alimentar al bicho; la madre se pregunta si debe cambiar los muebles del cuarto; el padre revisa las finanzas familiares para ver cómo se mantendrán ahora que les va a faltar el sueldo del hijo.

La principal preocupación de todos, en fin, es qué hacer ahora, cómo salir adelante de una manera sensata y respetable. Nadie se pregunta qué demonios sucedió aquella noche en la que un chico normal se transformó en un insecto. Los propios lectores, sumergidos en los detalles de la trama (¿cómo se arrancará Gregor del caparazón la manzana que le tiró su padre, si sus patitas no alcanzan a tocarla?), olvidamos lo absurdo de aquella transformación inicial, la posibilidad de que haya sido causada por alguien en concreto o de que sea reversible.

Así nos mostraba Kafka que cada nueva situación, por insólita que resulte y por problemático que sea su desencadenante inicial, genera una lógica propia que nos acaba atrapando. Y esto es exactamente lo que ha sucedido con el brexit. Hace nueve meses el Reino Unido votó en un referéndum su posible salida de la Unión Europea sin que nadie supiera qué consecuencias tendría votar por el “Sí”, y en medio de una tormenta perfecta de falta de liderazgo entre los partidarios del “No”. Nueve meses después de que el “Sí” venciera por tres puntos porcentuales, los partidos británicos solo debaten los detalles, las medidas concretas, la letra pequeña de cómo implementar el “deseo democrático del pueblo”.

La lógica del brexit se ha apoderado de la realidad, y así seguirá siendo a lo largo de las negociaciones con la Unión Europea. Las voces que recuerden que el desencadenante de todo esto fue un proceso sumamente imperfecto se verán cada vez más arrinconadas, tachadas de quejicas, antidemócratas, antipatriotas. Cada acontecimiento que muestre que el futuro ubérrimo pintado por los defensores del brexit era pura fantasía será interpretado como un acto malévolo de los burócratas europeos, un mezquino intento de castigar a los británicos por haberse atrevido a ser libres. Se irá imponiendo la lógica del agravio, del victimismo, del cierre de filas ante un enemigo exterior.

Y para nosotros será igual. Con cada filtración de las negociaciones que dé a entender que los británicos piden un trato de favor, con cada insinuación de que se les están haciendo concesiones, se irá endureciendo la idea del Reino Unido como un país egoísta, aprovechado, hostil. Nos iremos distanciando emocionalmente de la nación que tanto atractivo ha ejercido sobre la Europa continental durante los últimos siglos. Y los mismos que esta semana nos entristecíamos acabaremos diciendo con la hermana de Gregor Samsa: “Debemos dejar atrás la idea de que este bicho sigue siendo nuestro Gregor. La raíz de todos nuestros problemas es que hayamos seguido creyéndolo durante tanto tiempo”.

Y ya nadie se planteará qué sucedió aquella noche de la metamorfosis, en la que al Reino Unido le salieron unas patitas penosamente delgadas que se agitaban sin concierto.