El otro día, en un desayuno de prensa, alguien preguntó al padre Ángel por la gestación subrogada. La pregunta era un horror tendencioso redactado por algún ignorante, y hablaba de granjas de mujeres y explotación a gogó. Pero el cura de pueblo, ese santo en vida, contestó con una sonrisa beatífica y una frase que debería grabarse a fuego: “En esta vida lo importante es querer”. Esa máxima debería ser el punto de partida para hablar de cosas importantes. La gestación subrogada es una de ellas.

En nuestro país hay cientos de parejas incapacitadas para concebir, pero listas para formar esa familia que les niegan la biología y la suerte. En países menos hipócritas que el nuestro se permite que una mujer albergue en su vientre el hijo de otros, y a esas naciones recurren quienes tienen medios para traerse a un niño que al llegar a España se encuentra con un laberinto de burocracia.

Prohibir el recurso a la gestación subrogada es un imposible: nada hay más fuerte que el deseo de un hombre y una mujer (o dos mujeres, o dos hombres) de fundar eso que se llama familia. Ahora podemos decidir si reservamos el recurso a los ricos de solemnidad o damos oportunidades a personas con menos medios. Si dejamos a un bebé en un limbo legal dependiente de la buena voluntad del funcionario de turno, o si le facilitamos las cosas para que tenga los mismos derechos que cualquier niño.

Es difícil entender que se pueda estar en contra de crear vida, de dar amor, de querer criar a un pequeño y verle crecer ayudándolo a convertirse en una buena persona. Es curioso que las más firmes detractoras de la maternidad subrogada sean algunas mujeres que se dicen feministas y que ven en quienes gestan el hijo de otra a personas engañadas y explotadas. ¿Por qué ese empeño en considerar que aquella mujer adulta que toma una decisión tan complicada lo hace desde la ignorancia? ¿Qué tipo de libertad es aquella cuyos límites los marcan terceros? ¿Cómo se conjuga la defensa de la independencia femenina con las fronteras al derecho a albergar una vida?

Me animan a gritar “mi útero es mío”, pero debe ser sólo cuando quiero usarlo para cosas muy concretas. Si una mujer desea emplear su útero en cobijar un embrión ajeno, deja de ser suyo para pasar a formar parte del patrimonio de un puñado de señoras que saben lo que me conviene muchísimo mejor que yo. Cojamos este toro por los cuernos. Y ante la duda, ya saben: el amor es la respuesta, como decía Lennon. Y el padre Ángel.