En mis años universitarios sólo participé en una protesta estudiantil.

Fue en Estados Unidos, cuando ya estaba a punto de licenciarme. La Universidad había concedido un doctorado honoris causa a una activista que se había destacado por organizar una eficaz campaña contra la igualdad legal de hombres y mujeres. Una recogida de firmas mostró que gran parte del estudiantado estaba en contra de la concesión de aquel honoris, que para más inri se entregaría en la misma ceremonia en que se licenciaba mi promoción. Así que, cuando llegó el momento del acto en que la activista en cuestión recogía el título, algo menos de la mitad de los estudiantes nos levantamos y dimos la espalda al estrado en señal de repulsa. Una vez concluida aquella parte de la ceremonia nos volvimos a sentar y el acto prosiguió su curso.

Viene esto a cuento porque tanto Pablo Iglesias como Íñigo Errejón han utilizado el término “protesta estudiantil” para describir y excusar el boicot de este miércoles a Felipe González y a Juan Luis Cebrián en la Universidad Autónoma de Madrid. Ese en el que dos centenares de personas ocuparon las entradas al aula donde se iba a desarrollar la charla y gritaron, bloquearon y cacerolaron hasta que ésta se tuvo que cancelar. Errejón incluso dio a entender que “protestas estudiantiles” como aquella forman parte de la normalidad universitaria, y que está bien que así sea.

Casi toda la polémica posterior se ha centrado en si los de Podemos tuvieron algo que ver con todo aquello. Pero a mí me resulta mucho más llamativa esa apelación a la inexorable ontología de las “protestas estudiantiles”. Porque cualquiera puede ver que existe una diferencia fundamental entre lo que hicimos en mi Universidad y lo que sucedió este miércoles en la Autónoma. Una cosa es organizar un acto que explicite la oposición de una parte del estudiantado a un personaje concreto. Y otra cosa radicalmente distinta es impedir por la fuerza que ese personaje tome la palabra y que quienes querrían escucharle puedan hacerlo.

Es decir, una cosa es mostrar rechazo a un acto a la vez que se permite que éste salga adelante para beneficio de quienes piensan de forma distinta. Y otra cosa es reventar un acto mediante la violencia, simbólica y real. Lo primero es fomentar un debate; lo segundo es cercenarlo. Lo primero es una protesta estudiantil; lo segundo es matonismo. Y mezclar lo primero con lo segundo, sugerir que lo uno conlleva necesariamente lo otro, es o una señal de inmadurez o un gran ejercicio de deshonestidad intelectual.

Que esto haya que explicárselo a chavales de dieciocho o diecinueve años, pase. Que haya que explicárselo a profesores universitarios, que son los primeros interesados en que se respete y fomente la pluralidad de opiniones en el campus -siquiera porque de ella derivamos una pequeña cosa que se llama libertad de cátedra- demuestra hasta qué punto Iglesias y Errejón han interiorizado y se han convertido en exponentes de algunos de los peores vicios de la universidad.

No es algo que nos sorprenda, dados los antecedentes de Iglesias como revienta-actos de Rosa Díez; pero siempre inquieta constatar cómo quienes deberían luchar por una universidad mejor –siquiera por tener más conocimiento de causa–, no sólo toleran sino que además defienden y perpetuarían algunos de sus peores rasgos. Ellos, que tanto gustan de llamar lampedusianos a los demás.