Un profesor de escritura creativa comenzó una vez la clase recordándonos la estructura clásica de los relatos. Primer acto: planteamiento; segundo acto: nudo; tercer acto: desenlace. Luego pasó a comentarnos su experiencia como escritor: “el primer acto está chupado, y el tercero es una gozada. Pero el segundo acto, como diría Saddam Hussein, es la madre de todas las batallas”.

Precisamente esa es la batalla en la que anda enzarzada España. Nos hemos empantanado en el tránsito del planteamiento (el país necesita un nuevo gobierno) al desenlace (se forma un nuevo gobierno). Es el nudo, la condenada epítasis, lo que nos trae de cabeza, como si nuestro país fuese un novelista acosado por las dudas: ¿hago que Rajoy se retire y la novela acabe con Sánchez poniendo los pies sobre su nuevo escritorio en la Moncloa? ¿O hago que las hormigas andaluzas se carguen el Macondo de Sánchez, forzando así la genuflexión ante Rajoy? ¿Y si pongo que Soria en realidad no murió al caer por aquel acantilado, y que ha vuelto para atormentar a su creador? Pasan los meses, los papeles arrugados van cayendo sobre la moqueta, y la casera -esa que habla con acento alemán- desliza avisos bajo la puerta.

Lo frustrante del segundo acto, como sabrá cualquiera que haya intentado alguna vez escribir una obra larga de ficción, es que debería estar tirado. Uno se piensa que lo más difícil es tener la idea para un arranque de impacto, un final sorprendente, unos personajes atractivos, un mensaje mordaz y profundo acerca de la sociedad globalizada / la naturaleza humana / el acto de leer / la inexistencia de Dios. Y que una vez se tiene esto, lo demás va sobre raíles.

Sin embargo, todo lo mencionado no es más que aire con vitaminas, un chute de adrenalina que se desvanece pronto y no regresa hasta muchos documentos de Word después. El segundo acto, por contra, requiere paciencia, oficio, tesón y tabaco. Es donde uno demuestra si es capaz de mantener el interés del lector más allá de las pirotecnias del comienzo. Es la verdadera prueba de la imaginación y del estilo, y la instancia suprema de lucha entre la autoexigencia y el pragmatismo. Es donde sucede todo, o donde todo naufraga. Y en esas estamos.

Habrá que agradecer que, a diferencia de otros momentos en nuestra historia, no contemplemos resolver este atasco narrativo mediante nuestro Deus ex machina favorito: el espadón. Y también habrá que tener presente que empantanarse en el segundo acto no es nada excepcional; le sucede tanto a los novatos como a los creadores consagrados. Además, frente al cansino atracón de “esto sólo sucede en España” y sus variantes, vale la pena señalar que hay algo muy posmoderno en este segundo acto tan disperso, en sus bucles y sus vacilaciones, en su conciencia de sí mismo.

Pero convendría recordar también que el lector sigue ahí. Y que, por un lado, quiere su catarsis, ese efecto de purificación emocional e intelectual que según Aristóteles produce la obra de teatro en quienes la contemplan. Pero, por otro lado, el lector también se impacienta y pide que el segundo acto cumpla su función principal: conducir al tercero. Y quién sabe los efectos que puede tener esta impaciencia. Al desenlace de una obra dramática los griegos lo llamaban “catástrofe”.