A veces miro a mi padre, como ahora, y me quedo callado. Los dos frente a frente, con un café de por medio. “Qué pasa, papá”, le digo. “Bien”, me responde. Nada más. Ahí acaba toda la charla del día.

Las horas pasan y su mirada va quedándose perdida entre la ventana y la buganvilla. Nadie me dijo que aquel hombre que venía con las manos llenas de callos y manchas de grasa en la ropa, olor a coñac y a tabaco farias, fuera a parecerme hoy tan débil. De eso no te avisan.

Aquel hombre del camión, que hacía miles de kilómetros por España y que paraba en todos los bares de carretera posibles es hoy un anciano que hace pasatiempos. Pasa tiempos. Qué paradoja. Aquel hombre que ponía en alerta a toda una casa con sólo escuchar sus llaves colándose en el bombín hoy tiembla con su bolígrafo sumando letras en una sopa de papel. Aquel, de voz rotunda y sueño ronco en el tresillo, bebe a pequeños sorbos su café frío.

La vida no avisa. El olvido que seremos, diría Faciolince.

Levanto la vista de nuevo y está dormido, o lo parece. Tiene heridas, cicatrices, prótesis y mucho silencio.

A mediodía pone a Ferreras y por la tarde películas del oeste, a mí las dos cosas me parecen los mismo: muchos tiros y mucho ritmo. Indios contra vaqueros. Se los conoce a todos, se sabe los guiones del western y sube el volumen hasta dejarme sordo. Luego lo baja a cero porque ya sabe como acaba. Vuelve a los pasatiempos, a sus sopas de letras. Ya sabe cómo acaba, pienso. Ya sabe cómo acaba todo.

¿Todo bien, papá?, pregunto sin esperar respuesta.

Mueve la cabeza y cierra lo ojos.

Aquel hombre que se conocía todos los bares, que me llevaba a comer boquerones en vinagre y mejillones al vapor por las calles de Utiel, aquel que me reñía con una mirada, aquel que me compraba enciclopedias, bicicletas y balones de reglamento, aquel que gruñía desde su amenazante altura, acaricia hoy la cabeza sumisa de mi perra y se sabe los finales de las películas del oeste.

Mi padre ha sobrevivido a todo. Yo he sobrevivido a él. Y juntos hemos ido haciendo kilómetros en direcciones opuestas sin saber que la vida nos encontraría en este folio. He heredado su tozudez, sus miedos y también su tripa. He visto cómo la vida se ha dado la vuelta y ahora soy yo el que lleva callos de empujar su silla.

La vida no avisa. Nunca. En alguno de aquellos bares de carretera, el hombre de bigote y camión aparcado en la cuneta sigue bebiendo cervezas, fumando puros y echando unos duros a una máquina tragaperras. Sigue volviendo a casa a la hora de la cena y sigue firmando las notas del colegio como padre de familia. Sigue comprando enciclopedias y balones de reglamento. El hombre que hoy se duerme frente a mí es distinto. Es otro. Yo, también.