Vicente Ferrer siempre llevaba un milagro pisándole los talones. Desde que el 13 de febrero de 1952 atracó en Bombay, la providencia fue la alargada sombra que nunca le abandonó. “Mi nueva tierra de promisión”, pensó entonces. Al poco de desembarcar se dio cuenta de que aunque había llegado a la India de la mano de la Compañía de Jesús su prioridad nunca iba a ser orar, ver y callar. No había llegado allí para incrementar la estadísticas de bautizos, sino para intentar atajar el hambre y las enfermedades que asolaban hasta el exterminio a los más desfavorecidos. Se puso manos a la obra.

Y lo hizo con la locura, el empeño y la intensidad que caracteriza a los elegidos. Salió en tromba –como intentamos nosotros semana tras semana pero sin su estilo ni su acierto– en busca de ese milagro que todavía no sabía que viajaba con él y de esa providencia que ignoraba que llevaba a sus espaldas.

Estos días, la Fundación Vicente Ferrer cumple 20 años. 20 años desde que en 1996 Vicente y Anna Ferrer pusieron en marcha en Anantapur su imaginativo plan de apadrinamientos que ha cambiado la vida de cientos de miles de pequeños y también de todas sus familias. La Fundación llevó agua donde sólo había polvo, casas donde únicamente había paredes de hojalata, hospitales donde anidaba la muerte, escuelas donde crecía la ignorancia, igualdad donde sólo cabía la esclavitud, esperanza donde tan solo había desamparo, y dignidad allí donde habitaban la humillación y la exclusión.

A Anantapur, en el estado de Andhra Pradesh, habían llegado Vicente y Anna en 1969. Era un estado desértico y espectral donde no sobrevivían ni las alimañas. Les estaba esperando un cuartucho –que les cedió una organización protestante- que sólo contaba con una mesa, una silla, una máquina de escribir verde y una frase en la pared: “Espera un milagro”. Vicente no esperó a que éste llegara y salió en su búsqueda. Ese mismo año puso en marcha RDT (Rural Development Trust), el instrumento mágico con el que se puso en marcha la mayor transformación que se recuerda en un estado indio a manos de una organización no gubernamental.

El segundo volumen de la gran obra de Vicente Ferrer se empezó a escribir en 1996 y tenía por título la Fundación que lleva su nombre. Los niños apadrinados, 120.000 en la actualidad, fue la maravillosa excusa con la que este hombre inigualable creó, como por sortilegio, un universo inimaginable para los intocables de la India, los dalith, los pobres de los pobres. Les ofreció un mañana a aquellos que no tenían derecho ni al aire que respiraban ni a deletrear la palabra futuro.

Pero por encima del pan y el agua, de la salud y la educación, les devolvió la dignidad robada durante generaciones.

“Todavía me queda mucho por hacer”, me dijo la última que hable con él en Anantapur, en enero de 2009, comiéndonos una suculenta tortilla de patatas en el comedor de su casa. Y me enumeraba todo lo que le rondaba por la cabeza y apuntaba en el gran libro de los sueños que le acompañó hasta el final. Seguía recordando como si fuera ayer el primer día que atravesó la Puerta de la India, cuando llegó a Mammadh, cuando repartía trigo con sus manos, cuando lo desterraron a Andhra Pradesh, cuando hizo brotar agua de un erial, cuando se apadrinó al primer niño, se construyó la primera casa, el primer hospital, la primera escuela…

La Fundación Vicente Ferrer cumple sus 20 primeros años. Y seguirán muchos más porque el libro de los sueños de Vicente resulta infinito, el milagro permanente sigue pisándole los talones y la sombra alargada de la providencia le sigue cobijando como el primer día que llegó a su nueva tierra de promisión.