Algunos compañeros de carrera allanaban el camino hacia la siguiente ronda parodiando a José María García; muchachos achispados repiténdose "¡Ojo al dato!", "¡Abrazafarolas!" o "¡Correveidile!" con voz falsamente atiplada. Aquellas tardes han vuelto con más vergüenza que nostalgia tras leer Buenas noches y saludos cordiales (editorial Córner), de Ferrer Molina con prólogo de Pedro J. ¿Pero cómo pudo ocurrir aquello sin percatarme?

Una cosa es que a uno se le quede cara de panoli cuando los amigos dicen que "al Valencia le pasa lo que al Madrid, que tiene buenos jugadores pero ni juega ni tiene equipo". Y otra que, porque no me gustara el fútbol, cometiera la torpeza de no advertir el fenómeno García.

Del libro de Ferrer me interesaban el propio Ferrer y la técnica del reportaje en su sentido más ambicioso y genuino; la estructura y el orden de los capítulos, el uso de más de un centenar de fuentes y la dosificación de anécdotas y entrecomillados: vamos, que al carallo con García y el periodismo deportivo.

Acabado el libro, sin embargo, sería mezquino no reconocer una inesperada fascinación. "El mejor periodista deportivo de todos los tiempos", que decía Vázquez Montalbán; "nuestro gánster", que ha dicho este viernes Federico; el periodista que presumía de "pagar muy bien" a sus confidentes y que hacía la puñeta a quienes atendían a sus competidores, el comunicador irrepetible, ni era culto, ni escribía bien, ni tenía una voz radiofónica.

Pero se convirtió en el periodista más temido, más querido, más odiado y en el mejor pagado de su época porque su compromiso con el oficio, a caballo entre el sacerdocio y el fanatismo, lo convirtió en un titán capaz de enormes gestos de audacia y de generosidad, también de iniquidades mayúsculas.

Las anédotas son deliciosas. Acudía a tantos entierros que le saludaban los conserjes de los cementerios. En Pueblo, donde empezó, la Policía entró para investigar un robo de jamones. Los redactores hicieron un concurso de penes que midieron con un tipómetro. Para informar en exclusiva de la matanza de estudiantes de México en octubre de 1968, el joven reportero no dudó en encamarse con una telefonista. En el 23-F, su imagen aupado en el capó de un coche, micrófono en mano, quedó como icono del triunfo de la radio sobre el golpismo.

Sus enfrentamientos con Pablete Porta, Perico Delgado, Jesús Gil, la Quinta del Buitre o De la Morena constituyen una antología de la aversión. Y la fidelidad con la que protegió y quiso a su gente resulta, sencillamente, ejemplar. ¡Cuánto hubiera ganado este libro con una selección de algunos cortes de voz, por ejemplo, aquél en el que repudió a Aznar por no asistir al funeral de Antonio Herrero!

Es imposible saber si García está de acuerdo con esta lección de periodismo, esta biografía trepidante, respetuosa e implacable, porque es un retrato no autorizado. De lo que puede estar seguro es de que quien lea este libro no quedará indiferente ni ante el hombre, ni ante el personaje, ni ante la historia. ¡Butano vuelve!