Qué difícil es entendernos. Sobre todo con los que no piensan como nosotros. Y qué bueno y enriquecedor es hacerlo. Sobre todo, con los que no piensan como nosotros. Y si es tan bueno, ¿Por qué nos cuesta tanto? Pues vamos a abrir el melón.

Aquí se arrejuntan, como decimos en Málaga, varias cosas. Para que no sea una macedonia, vamos a verlas una por una. Al final hacemos el combo de todas.

De entrada, no se nos enseña la importancia de la comunicación ni cómo trabajarla. Es duro, pero no hay ninguna asignatura oficial en los currículos académicos, ni en enseñanza obligatoria, ni después, sobre comunicación. Vamos tirando con el “Pero tú me has entendido, ¿no? Pues ya está”. Y, a ver…sí, pero no.

Te entiendo porque hablamos el mismo idioma, pero hasta ahí. Podríamos entendernos mucho más y mejor. Es como si me voy de viaje en coche a Barcelona y me recorro todo Portugal, Asturias y la cornisa cantábrica para acabar bajando a Córdoba y volver a subir. Llegar, he llegado. Pero igual había una forma más eficiente de hacerlo.

Otro temita importante es que cada vez nos encontramos, como sociedad, más polarizados y menos abiertos al diálogo y el entendimiento. ¿La culpa? Pues depende de a quién le preguntes. Yo me quedo mejor con las soluciones. En concreto una muy buena que he aprendido de mi amiga, mentora y ex profe de psicología: Carmen Barajas.

Va de entrenar lo que se conoce como Teoría de la Mente interpretativa. Para resumir: la capacidad de ponernos en la mente de los demás y entender que, quizás, no tenemos la razón absoluta (sí, sí, se han dado casos) y que, a lo mejor, igual, lo mismo hay otra gente que también tiene razón. O como mínimo, tiene sus razones. Suena a coña, pero hay un puñadito de personas que creen que tienen la Verdad absoluta. Y punto.

Saber que esto de estar equivocados es posible, por obvio que parezca, es el primer paso para plantearse escuchar a los demás. Escuchar con ánimo de escuchar, de entender, no de esperar a que el otro acabe de hablar para soltar lo mío.

Seguimos con más cositas. Algo que además, en los últimos años se ha potenciado brutalmente: el etiquetado. Todos tenemos en mente unas cuantas etiquetas que se lanzan como armas arrojadizas: eres un … Y tú un … Etiquetas que, muchas veces (más bien diría que la mayoría), bajo el pseudónimo de una ideología política, sirven para camuflar odio y rechazo sin fundamento.

Todos hemos escuchado lo de “Contigo no se puede hablar, que eres un facha”. “Pues anda que contigo, que eres un rojo bolivariano”. Probablemente, sin que quien lo diga tenga la más mínima idea de qué es el fascismo o el régimen bolivariano. Pero da igual. No pretende ser una descripción, sino un arma arrojadiza que pone fin a toda posibilidad de diálogo. Porque, claro, ¿Quién querría hablar con un fascista o con un rojo bolivariano?

Por si esto fuese poco, la cosa se complica más. Vamos con el elemento antientendimiento más potente, en mi opinión: la moralización. Cuando dos personas se ponen a hablar de algo, por ejemplo, economía, pueden tener opiniones diversas. Y hasta aquí, creo que a la mayoría le parecería bien. Pero, ¿Qué pasa si uno de los dos tiene una opinión que es de mala persona? La opinión que tendría un ser maligno, alguien digno de ser lapidado en la plaza mayor. Pues que con una persona así, lógicamente, no se habla. Y con razón, faltaría más.

Esto se da, a día de hoy, mucho más de lo que me gustaría. Hemos convertido las realidades cotidianas casi en religiones. Ya no escuchamos a otros hablar con una opinión diferente del feminismo, de la amnistía o de la guerra. Escuchamos a gente buena y a gente mala. Están los que piensan como yo, los buenos, y el resto. Spoiler, estos son los malos.

No va de que otra persona opine que la amnistía está mejor o peor por equis razones, sino de que su opinión, directamente, es inmoral. Está mal, éticamente mal, y por tanto no debe ser escuchada. La deformación perversa de la paradoja de Popper que hace que, directamente, no escuchemos a otros. Y con razón. Porque imagínate que te pones a hablar con un ser maligno, oscuro y perverso. No, no, mejor ni intentarlo.

Si ponemos todo esto juntito y lo agitamos, nos sale un cóctel espectacular. Evidentemente, es imposible entendernos sin escucharnos. Y la mejor manera de que no nos comuniquemos es que no queramos hacerlo.

Poniendo todas las piezas del puzzle juntas, tenemos que: no se nos enseña a comunicarnos (cositas como la asertividad, la argumentación, la escucha activa…), estamos muy polarizados como sociedad y poco abiertos al diálogo (en general), a veces pensamos que tenemos la razón absoluta, etiquetamos al que piensa diferente y encima moralizamos los términos para no tener ni que empezar la conversación.

Con este panorama, lógico que nos entendamos poco. Lo más probable es que si nos cruzamos con alguien que piensa diferente, en cuanto lo detectemos, salga un “Contigo no se puede hablar” y a otra cosa.

A pesar de esto, hay personas que abogan por el diálogo, la escucha y la comprensión. Creo firmemente que nuestro deber como ciudadanos y como personitas humanas es intentar entendernos con los demás y entendernos a nosotros mismos. Para esto no hay otro camino más que el diálogo.

Lo que nos hace seres racionales (o eso dicen que somos) es precisamente comunicarnos con otras personas, aprender como sociedad y crecer intelectualmente. Encontrar a alguien que piensa diferente a nosotros no debería ser una barrera para el entendimiento, sino más bien una oportunidad para el crecimiento. Nadie nunca ha aprendido más ni se ha comprendido mejor a sí mismo escuchando solamente cosas que ya sabía.

Por eso, querido lector, te pido que, si es que no lo haces ya, intentes ver en cada conversación con la que no estés de acuerdo una oportunidad para el entendimiento y el crecimiento. Seguro que así, entre todos, hacemos el mundo un poquito mejor. Gracias de antemano.