Comienzo a leer La herencia recibida, de Xandru Fernández, nueva entrega de la colección “Episodios Nacionales”, una interesante y bienintencionada iniciativa de Lengua de Trapo emprendida con el ánimo de revisar coralmente la historia de la España reciente. De momento, los autores invitados, salvo contadas excepciones, no han sabido responder de un modo convincente a la propuesta de reflejar el episodio escogido, casi siempre más preocupados de no resultar obvios (de no cometer “un galdós”, por así decirlo) que de armar un texto lo bastante concerniente.

Nada más comenzar, la novela de Xandru Fernández da noticia de un escritor supongo que inventado, César Jones, autor de un libro de relatos titulado Fantasías liberales de ayer y hoy. En una de las entrevistas que le habrían hecho con motivo de la publicación de ese libro, Jones dejó dicho, al parecer, que “ojalá los libros, especialmente las novelas y los libros de cuentos, imitaran las indicaciones de las partituras musicales y reclamaran un tempo concreto, una velocidad de lectura quizá no obligatoria pero al menos aconsejable”.

Qué buena idea. Es este un aspecto de la lectura que pocas veces se tiene en consideración. Me refiero al tiempo tan distinto que conviene emplear al leer un libro u otro. Y aun dentro del mismo libro, un pasaje u otro. Cuántos malentendidos genera el no tener esto en cuenta. Por supuesto que el estilo, la complejidad léxica o sintáctica, la extensión misma de un texto son indicadores del tiempo que va a reclamar su lectura. Pero a menudo no bastan para avisar al lector, que fracasa en su empeño por no atenderlos suficientemente.

Los "Episodios Nacionales" impulsados por Lengua de Trapo despertaron mi interés por lo que tienen de laboratorio de la memoria histórica más inmediata

Pero vuelvo a la fortuna tan irregular que de momento viene obteniendo esa colección, “Episodios Nacionales”, impulsada por Lengua de Trapo. Creo que lleva algo más de una docena de títulos publicados, escritos casi todos por narradores y narradoras digamos poco convencionales, no homologados como tales, más visibilizados por otras facetas de su actividad como escritores. La apuesta despertó enseguida mi interés por lo que tiene de laboratorio de la memoria histórica más inmediata.

La relativa decepción que viene produciéndome tiene que ver sin duda con el tipo de recursos puestos en juego por los sucesivos autores para cumplir con su propósito. Pero la relaciono sobre todo con la dificultad de obtener una perspectiva lo bastante representativa o simplemente ilustrativa del pasado reciente.

[Un laurel para Francisco Rico, por Ignacio Echevarría]

Recuerdo una conversación a este propósito con Eduardo Mendoza, al poco de publicar este, en 2006, Mauricio o las elecciones primarias, novela en la que se propuso abordar el escenario histórico de la Barcelona de los ochenta, la del pujolismo triunfante y la proclamación olímpica. Aquella novela era la primera de una trilogía que nunca continuó. Las razones de este abandono tenían que ver con la práctica imposibilidad de graduar una óptica mínimamente unánime, por así llamarla. “Al margen de si [las novela] les gusta o no, sé qué lectura harán los de mi generación: verán un referente de sus propias vidas; aunque no lo compartan, sabrán de qué les hablo. Pero para los jóvenes será historia antigua”.

En una de las “notas de lectura” que publica ocasionalmente en la revista CTXT, decía Gonzalo Torné que “todas las novelas están condenadas a ser históricas. Con el paso de las décadas no hay ficción que no se escape de recrear una época que ya no es la nuestra”.

Y añadía: “Es el futuro de cada época el que configura sus rasgos definitorios, y solo desde el futuro podemos evaluar si un novelista supo atrapar el nervio de una época o si se enredó en fruslerías”.

El problema residiría entonces –valga la paradoja– no tanto en la reconstrucción del pasado como en la imaginación del futuro por transcurrir.