Seguro que te ha pasado alguna vez. Estás comiendo en un restaurante, no sabes si pedir postre o no y al final te decides por un helado de vainilla, o un flan casero, algo sencillito. Un postre clásico, con poco margen para la sorpresa. Porque en realidad tampoco te apetece tanto un postre.
Al rato ves al camarero salir de la cocina con una copa gigante de la que rebosa una montaña de nata con forma de Snoopy, o Piolín, o la sierra de Gredos. La coronan barquillos, fresas, una sombrillita y dos bengalas que van soltando chispas por todo el comedor. Una cosa mu discreta viene hacia ti.
Maldita la hora en la que no pediste un cortado, piensas, pero ya es tarde. Tienes a todo el restaurante pendiente, quieren saber si quién ha pedido eso tiene más de cinco años. Y mientras el camarero cruza la sala con tu postre, a ti para lo único que te da el cerebro es para suplicarle al cielo que cuando recibas esa Champions League de la repostería no se activen los cañones de confeti.
Igual que hay distintivos en las cartas que te indican si un plato es apto para celíacos, veganos o si contiene trazas de lactosa, sería justo y muy necesario indicar si el emplatado es apto o no para personas con dignidad. El emplatado, o el tamaño de la ración, o el recipiente en el que viene. Que esta es otra.
Cristian y yo llevábamos poco tiempo saliendo cuando quedamos con unos amigos míos para que se conocieran. Quedamos en un bar del Born, en Barcelona. Nos trajeron la carta y mis amigos y yo pedimos gintonic, pero Cristian se puso creativo y decidió probar un cóctel. No era suficiente emoción estar conociendo a mis amigos que, en vez de ir a lo seguro, eligió bebida como quien hace girar una bola del mundo y la frena con el dedo. A lo loco. Y el dedo cayó sobre un Bellini que, en vez de con prosecco, indicaba que estaba hecho con champán.
La camarera llegó con las bebidas incoloras para nosotros y a Cristian le puso una copa de cristal fina tipo champán que contenía un líquido de color naranjita muy cuqui, decorada con una especie de flor hecha de melocotón. No empezamos bien. Lo peor es que como complemento llevaba una bañera de juguete dorada, como de Barbie ricacha, llena de hielo picado y una botella individual de Moët & Chandon. A Cristian estas excentricidades no le molestan, así que hicimos todos las bromas pertinentes y él disfrutó de su cóctel dulzón sentado en una terraza del centro de Barcelona. Una atracción más para los turistas. De Barcelona al mundo.
Después de un rato, fuimos a tomar algo al Paradiso, un speakeasy donde hacen bocadillos de pastrami deliciosos y cócteles de autor. Esta vez, mi macho alfa no quiso jugar tan fuerte, así que pidió un pisco sour. Al rato, vienen a traernos las copas y, de nuevo, tres vasos normales para nosotros y para él un pisco sour en una copa con forma de pajarito. Se tenía que beber por uno de los dos extremos del animal, y ya avanzo que por el pico no era.
Tras esta exhibición de masculinidad heteropatriarcal ante mis amigos, sugerí dar por finalizado el encuentro. En realidad, temía que el próximo cóctel viniera en un zapato de señora, con señora dentro.