Ya hace mucho tiempo que la política y la justicia se han mezclado tanto que a veces es difícil distinguirlas. No sé si se puede hablar con propiedad de judicialización de la política o de politización de la justicia, pero, lo bien cierto es que lo que en su día eran las páginas de política y las de tribunales de los periódicos han venido a fundirse tanto que ya no se sabe si se está en unas u otras; o si realmente hay alguna distinción entre ellas.

En cualquier caso, lo que no tiene ninguna duda es que la actual polarización de la política, y, por ende, de la sociedad, ha convertido los foros públicos -y también los privados- en una suerte de batalla campal donde el "y tú más" es la estrategia y las resoluciones judiciales las armas que se arrojan unos a otros, mientras Montesquieu se remueve en su tumba llorando por su querida separación de poderes.

Este clima, unido a la instantaneidad de los medios de comunicación y sus primas bastardas las redes sociales, han dado lugar a una práctica que deberíamos parar de una vez o, al menos, dejar de alimentar.

Me refiero, desde luego, a las supuestas investigaciones paralelas a las figuras de jueces y fiscales de quienes provienen estas decisiones en busca de algún trapo sucio para justificar lo que se quiera justificar, según se cojee de un pie o del otro.

Hubo un tiempo en que los profesionales de la justicia eran poco menos que seres etéreos, encerrados en su torre de marfil, de la que solo salían para redactar y firmar sus resoluciones. Se decía, como si fuera un mantra, que los jueces hablaban por sus sentencias.

Por supuesto, no voy a negar que las resoluciones sean el documento donde se refleja su trabajo, pero tampoco podemos permanecer en el tiempo del oscurantismo y la opacidad informativa en materia de justicia.

Hay que informar a la opinión pública, porque el derecho a recibir una información veraz es uno de nuestros derechos fundamentales, consagrado en nuestra Constitución junto a la libertad de expresión, y eso afecta a todos los poderes del Estado. Es más, el propio Estatuto Orgánico establece entre las funciones del Ministerio Público la de "informar a la opinión pública".

Pero esto se está convirtiendo en una suerte de juego del cazador cazado, y cada día es mayor la costumbre de hurgar en la vida de quienes visten toga para encontrar un baldón del que sujetar la supuesta injusticia de la resolución por parte de aquellos a quienes no les agrada, sean de un lado o de otro.

Por supuesto, dando la vuelta a cosas que tienen una sencillísima explicación a poco que se tenga interés en conocerla. Un ejemplo claro sería el sistema de sustitución de los jueces para el caso de que el titular de un órgano enferme, esté de permiso o vacaciones o se jubile -sí, también son humanos- que recientemente se ha utilizado para cuestionar la legitimidad de quien dicta determinada resolución. Y ya se sabe eso de "injuria, que algo queda".

Y solo es un ejemplo, pero hay muchos más como toda la tinta malgastada en comentar las relaciones entre la jueza que instruye el asunto de la Dana con su marido, también magistrado. Y podríamos seguir sumando ejemplos cada vez que una resolución que afecta a un cargo público sale a la luz.

Ya no se puede sostener lo de que los jueces solo hablen por sus sentencias, porque también gozan del derecho a la libertad de expresión, aunque sea con las limitaciones que la ley les pone.

Pero, lo que hay que seguir manteniendo es que la manera de combatir las resoluciones judiciales es el sistema de recursos establecido por nuestra legislación, y nunca las elucubraciones sobre la vida, las relaciones familiares o de amistad o las supuestas adscripciones políticas de Sus Señorías.

Porque ya está bastante difícil la cosa como para poner más piedras en la difícil tarea de impartir justicia. Lo sé de buena tinta. Por mis puñetas.